El problema fundamental es que un Estado federal necesita federalistas convencidos. Los nacionalistas no lo son; la derecha, tampoco. La pulsión federalista en España es exclusiva de la izquierda, pero no de toda. En el PSOE, por ejemplo, dista de ser unánime: una cosa es la estructura del partido y otra la idea de Estado de sus votantes.
En El País, Fernando Vallespín exige que se llame a las cosas por su nombre y se reconozca de una vez que España es un Estado federal. El corolario contradice la exigencia, porque resulta que España no es un Estado federal, por más que la fórmula de Solbes para resolver la financiación de las comunidades autónomas haya sido menos propia de un gobierno responsable que de un partido federalista. No estaríamos, entonces, ante un Estado federal demediado o incompleto, como quiere Vallespín, sino ante un Estado de las Autonomías disfuncional, como se demuestra en un montón de aspectos, desde la política hidráulica a la lingüística, por no hablar ya de los residuos estructurales -y constitucionalizados- del Antiguo Régimen, que se plasman por ejemplo, en cinco Haciendas diferentes con sus regímenes fiscales privativos.
A mí, esta situación no me recuerda ni de lejos la de un federalismo, aunque Vallespín pretenda que creamos lo contrario. La veo más semejante a la del Estado isabelino, anterior a la primera tentativa histórica de federalización. Es decir, a un Estado condescendiente hasta el extremo con las prerrogativas que arbitrariamente se atribuían las elites provinciales. Hay un personaje de Míster Witt en el Cantón, la gran novela de Ramón J. Sender sobre la insurrección federalista de Cartagena, en el que se transparenta esta distinción. El maquinista Vila, de la fragata Numancia, exige una y otra vez a los sublevados, que quieren atraerlo a su campo, que digan si la República federal irá contra los fueros, porque, de ser así, no tendría inconveniente en pasarse a su bando. Lo insostenible del moderantismo isabelino fue precisamente la contemporización tácita de los gobiernos de la reina castiza con los privilegios adquiridos por las castas políticas locales y la consiguiente reducción del Estado a un contubernio de señoritos que se hacían retratar al óleo disfrazados de maragatos o baturros, para exasperación de los muchos Vila que habían creído en la nación liberal. O no se ha avanzado mucho desde entonces, o si se avanzó, se ha retrocedido. La diferencia está en que los Vila del presente ya no quieren quitar los fueros sino bailar el aurresku, como Joselito en La vida nueva de Pedrito de Andía (1965), película de Rafael Gil, sobre novela de Sánchez Mazas, que probó que cualquier valenciano puede bailar lo que le echen. Los Vila de hoy intuyen acertadamente que el aurresku y la sardana tienen una oscura pero íntima relación con el privilegio y reclaman el mismo trato para la jota y el pericón, pero esto tiene menos que ver con el federalismo que con los Coros y Danzas.
Vallespín cree que el Estado federal supuestamente existente necesitaría equilibrar los altos niveles de autogobierno de las comunidades autónomas (y supongo que la generosa financiación de las mismas en detrimento de una Administración central) con una lealtad general al centro, pero incurre en una petición de principio, porque la lealtad al Estado disminuye en la misma medida que la perspicuidad de éste. Nadie siente la necesidad de ser leal a un centro que se desvanece. A mayor nivel de autogobierno, menor lealtad a un Estado común. La dinámica del Estado de las Autonomías que describe Vallespín no es federalizante. Si acaso, avanza hacia una confederación, peligro que ya detectó Aznar, y de ahí su insistencia en el cierre del proceso autonómico, que Rodríguez desechó en aras de la alianza sagrada de la izquierda con los nacionalismos.
Con todo, el problema fundamental es que un Estado federal necesita federalistas convencidos. Los nacionalistas no lo son; la derecha, tampoco. La pulsión federalista en España es exclusiva de la izquierda, pero no de toda. En el PSOE, por ejemplo, dista de ser unánime (una cosa es la estructura del partido y otra la idea de Estado de sus votantes). Da la impresión, en fin, que algunos tratan de vender como federal una reforma socialista del Estado que nos lleva, a paso de cangrejo, hacia los viejos y buenos tiempos de Isabel II. Llamemos a las cosas por su nombre.
Jon Juaristi, ABC, 4/1/2009