Javier Zarzalejos, EL CORREO, 7/10/12
Suele pasar y así ha sido. Si alguien quiere saber qué es lo que ha ocurrido en Cataluña que mire al PSC y al PSOE. El tinglado que construyeron para heredar a Pujol y desterrar al PP se ha caído sobre sus cabezas. Arrastrados por el extravagante arbitrismo de Pascual Maragall, animados por la banalidad de Zapatero con su «apoyaré lo que apruebe el Parlamento catalán», legitimados por las incesantes piruetas retóricas de los heraldos de la ‘nación de naciones’, autorizados por el propio Felipe González que tras la sentencia del Tribunal Constitucional –y a dúo con Carmen Chacón– definía a Cataluña como «una nación sin Estado», los socialistas han terminado no teniendo otra cosa que decir que se sitúan entre la independencia y la Guardia Civil. Tal vez creyendo que han encontrado una brillante ocurrencia, lo que están derivando de semejante broma es lo que cabía esperar y no es otra cosa que una nueva huida hacia delante para eludir lo que el PSOE como izquierda mayoritaria no está en condiciones de ofrecer, esto es, una idea coherente –o, simplemente, una idea, a ser posible, compartida– de España que supere la colonización por el nacionalismo del discurso territorial de la izquierda en conjunto y de este partido en especial.
Si esa evanescente invocación federal parece unir al socialismo es simplemente porque no significa nada real; porque deja intacta la posibilidad de que unos y otros, unos en Cataluña, otros en Andalucía, puedan decir que el federalismo es lo que ellos dicen que es. Los socialistas han convertido el federalismo en el comodín del público. Al hacer del federalismo lo que cada cual quiera, reúnen bajo esa rúbrica a José Bono, ahora visionario retrospectivo de los males de la patria que tan de cerca presenció, y a Pascual Maragall, ese falso verso suelto del socialismo, y digo lo de falso porque lejos de ser una figura extravagante, fue él quien prescribió la doctrina territorial que durante los ochos años del mandato de Zapatero –y con la adhesión de éste– siguió el Partido Socialista.
¿Por qué el federalismo? Dejemos aparte el pésimo precedente de la I República. ¿Más poderes? No parece, desde luego, y menos si se comparan los modelos federales –cualquiera– con las competencias autonómicas vigentes, con el despliegue institucional de nuestras comunidades y con el grado de penetración social y económica de sus poderes. La previsión de que competencias en materia de titularidad estatal puedan ser transferidas o delegadas a las comunidades da idea de la apertura del modelo territorial a niveles de autonomía sin precedente ¿Asimetría? Veamos. En España conviven ocho regímenes fiscales (el común, los tres vascos, el navarro, el canario y las especialidades de Ceuta y Melilla), varios sistemas de derecho civil, se reconocen los derechos históricos de territorios forales cuyas normas tienen fuerza de ley y sólo pueden ser impugnadas ante el Tribunal Constitucional, cada comunidad autónoma ha sido libre de autoidentificarse como nacionalidad y ha podido determinar su nivel competencial en un instrumento normativo singular como son los estatutos, con posibilidad reformarlos en el ejercicio de un peculiar poder ‘estatuyente’. Esos mismo estatutos han referido el origen de sus instituciones y su denominación a tiempos que, por otra parte, poco tienen que ver con la modernidad constitucional. Un reconocimiento identitario de máximos, se extiende desde las lenguas cooficiales junto con el español –rechazado por cierto como lengua vehicular a pesar de su condición de idioma común– hasta los elementos más preciados de las narrativas del anticonstitucionalismo como la disposición que en la Constitución vigente deroga la mal llamada ley abolitoria de 1839 –que, tras el abrazo de Vergara, en realidad confirmaba los fueros pero «sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía»– y la ley de 21 de julio 1876, obra de Cánovas y por ello insoportable para los nacionalistas, aunque fuera esa ley la que abriera la puerta al régimen de concierto económico que por una misteriosa mutación genética es reconocido ahora como el ADN del autogobierno vasco a pesar del denuesto hacia la norma y quien que lo creó hace siglo y medio.
¿Integración y cooperación? Poca credibilidad pueden tener al hablar de integración y cooperación los que pretendieron dar carta de naturaleza al blindaje unilateral de competencias frente al Estado y al propio Tribunal Constitucional. Aun así, nada impide en el modelo autonómico institucionalizar nuevos procedimientos de cooperación, sin olvidar que los instrumentos de integración previstos como leyes marco, leyes de armonización y la propia legislación básica o han quedado inutilizadas de hecho o son objeto de impugnación sistemática.
No tiene sentido una reforma constitucional para repintar los mismos problemas del modelo territorial. La cuestión es la estabilidad, no el federalismo. La cuestión es la garantía de la nación de ciudadanos en la que, precisamente, la ciudadanía integra identidades sobre el fondo común de la igualdad de derechos y el vínculo recíproco de lealtad cívica. Y eso es posible y necesario sin mutar el modelo de Estado. Esa reforma constitucional –que no necesita en absoluto etiquetarse de federal– implicaría constitucionalizar buena parte del modelo autonómico, y en palabras del Consejo de Estado ‘superar la apertura’ de aquel, así como concretar las bases del modelo de financiación, incluida la solidaridad. A partir de ahí, la aproximación y el consenso, hoy casi inverosímiles, no deberían ser imposibles.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 7/10/12