Ignacio Varela-El Confidencial
Urkullu y Feijóo voltearon el calendario. El conflicto catalán es el coronavirus de la política española y ni el PP ni el PNV, favoritos en sus respectivos territorios, obtendrían nada bueno de aproximarse a él
Finalmente, Torra ha convocado elecciones. Pero no en Cataluña, sino en el País Vasco y en Galicia. Cuando dio por extinguida su propia legislatura se creó una psicosis de elecciones inminentes. En realidad, era fácil deducir que la verdadera intención de Puigdemont era abrir una campaña larga y postergar la votación al otoño.
Urkullu y Feijóo leyeron perfectamente el movimiento y voltearon el calendario previsto. Hace una semana todo el mundo esperaba elecciones catalanas en la primavera y gallegas y vascas en el otoño. El calendario real será el inverso, y la razón es obvia: el conflicto catalán es el coronavirus de la política española. Lo invade todo y es altamente infeccioso. Ni el PP ni el PNV, favoritos en sus respectivos territorios, obtendrían nada bueno de aproximarse a él. En Galicia, la toxicidad de lo de Cataluña premiaría a Vox. En el País Vasco, a Bildu.
En el País Vasco ganará cómodamente el PNV y Bildu crecerá. Pero Urkullu evitará tentaciones y apuntalará su acuerdo con los socialistas (buscando quizá una vía para añadir a Podemos al bloque gubernamental). El PP y Ciudadanos reman en Euskadi únicamente por sobrevivir, juntos o por separado.
En Galicia, por el contrario, todo está en juego. No solo el Gobierno de la Xunta, sino el futuro del centro-derecha en España. Alberto Núñez Feijóo imposta una falsa seguridad, dando por hecha su cuarta mayoría absoluta. Lo cierto es que nunca desde 2005 (cuando la izquierda, aprovechando el ocaso de Fraga, se hizo efímeramente con el poder) estuvo tan en peligro el Gobierno del PP en Galicia como lo está ahora.
Es cierto que el PP conserva una posición hegemónica en la derecha. Pero necesita 38 escaños, y para obtenerlos precisa ocupar absolutamente su espacio político. Eso no lo tiene garantizado. A poco que Ciudadanos repita su resultado de 2016 (3,4%) y Vox confirme su ascenso, que lo llevó en noviembre al 8%, la mayoría absoluta del PP estará en gravísimo peligro.
En 2016, el PP obtuvo en Galicia el 97% del voto de la derecha. Aun suponiendo que el conjunto de la derecha mantenga toda su fuerza de hace cuatro años (51%), la concurrencia de Ciudadanos y de Vox, por escaso que sea su resultado, hace casi imposible que el PP mantenga semejante monopolio del pastel. Supongamos que entre ambos suman nueve puntos: ello llevaría al PP, en el mejor de los casos, al 41-42%, lo que lo situaría en el límite inferior de los 38 diputados que necesita para gobernar en solitario.
El escenario más terrible para Feijóo sería llevarse una sorpresa como la de Susana Díaz en Andalucía: verse compuesto y sin novia a la entrada de la iglesia. Hay pocos motivos para pensar que la izquierda vaya a retroceder sensiblemente en Galicia el 5 de abril. Más bien al contrario, puede esperar una mejoría por el impulso del nuevo Gobierno central. Prevenir el contagio catalán era necesario para Feijóo, pero también libera de una carga pesada a Sánchez e Iglesias, a los que veremos por primera vez volcados y concertados en una campaña conjunta, predicando a dúo los innumerables beneficios con que el Gobierno progresista recompensará a los gallegos si se portan bien.
Recordemos que en 2016 el PSOE, En Marea y el BNG sumaron el 45% de los votos, quedando a solo dos puntos del PP. En las generales de noviembre, el PSOE empató en votos con el PP y la suma de la izquierda (PSOE-Podemos-BNG) aventajó en ocho puntos a la de la derecha (PP-Vox-Ciudadanos). Hace tiempo que el mito del aplastante dominio electoral de la derecha en Galicia se viene desvaneciendo, dando paso a un reparto mucho más equilibrado. Lo que ha mantenido el espejismo es la ausencia absoluta de competencia del PP en su espacio frente a la fragmentación de la izquierda.
El segundo escenario perturbador sería que los votos de Ciudadanos se pierdan en la nada (lo que es seguro si concurre por separado) y el PP se vea obligado a depender del apoyo de Vox. En ese caso, los de Abascal no serían tan desprendidos en Galicia como lo han sido en Madrid, Andalucía, Castilla y León y Murcia. Verse presidiendo el primer gobierno de coalición del PP con Vox sería para Feijóo una pesadilla, solo superada por la de verse expulsado del poder por la izquierda tras permitir, por prepotencia, que se vayan a la basura los 40.000 o 50.000 votos que razonablemente puede obtener el partido de Arrimadas.
Este es justamente el panorama que dibuja la primera estimación que se ha hecho pública tras el anuncio de la convocatoria: la web especializada Electomanía atribuye 37 diputados al PP, 37 a la izquierda…y uno a Vox. Por su parte, el primer resumen de encuestas de Kiko Llaneras en ‘El País’ abre para el PP un estrecho abanico entre 36 y 38 escaños. Como se ve, todo pende de un hilo.
Si en algún sitio necesita el PP agregar sus votos a los de Ciudadanos es en Galicia. Al fin y al cabo, en Cataluña y en el País Vasco sus posibilidades de gobernar son nulas; solo se trata de aminorar el tamaño de la derrota. Pero en Galicia se disputa el premio gordo; y según calcula Llaneras, la probabilidad actual de que el PP revalide su mayoría absoluta es del 50%. ¿De verdad está dispuesto Feijóo a jugarse su carrera política y la suerte de su partido en toda España sin tratar de mejorar ese porcentaje con un acuerdo que, por otra parte, le saldría barato, dada la humilde posición de Cs en una negociación?
En todo caso, aquí se dilucida algo más que un gobierno autonómico. Las elecciones de 2019 han demostrado contundentemente tres cosas: a) que la fragmentación en tres del voto de la derecha es electoralmente suicida; b) que no hay espacio para dos listas en el centro-derecha constitucional; c) que o el PP y Ciudadanos imitan a los conservadores alemanes y comienzan a sacudirse el estigma de la Plaza de Colón, o se cumplirá la profecía de al menos dos legislaturas del conglomerado Sánchez-Iglesias en el poder. El primero en saberlo es el propio Sánchez, Arrimadas lo ha aprendido a palos y solo falta que se entere Casado.
En cuanto a Feijóo, quizá le convendría llamar a Susana Díaz y preguntarle, como los argentinos: decíme qué se siente.