DAVID GISTAU-EL MUNDO
COMO solemos agotar las energías en la pendencia reglamentaria de cada semana, no hemos calibrado el final de un tiempo histórico que arrancó con el 15-M y Gürtel y terminó con la moción de censura. El equivalente al de Manos Limpias en Italia que se propuso combatir la corrupción y ubicó a los magistrados en una primera línea de exposición social de la que ya se han retirado –sólo Llarena permanece, pero sus asuntos son otros–: ni una sola gran operación contra la corrupción ha sido desatada después de que Rajoy se encerrara en el reservado de un restaurante a olvidar sus penas bebiendo, ni una sola cuerda de presos hemos vuelto a ver sufriendo pena de telediario con la mano del Estado apoyada en el cogote. ¿Corrupción…? Sí, el concepto les sonará de hace tiempo por más que haya quedado demodé como imperativo moral en la nueva temporada.
La confirmación de que la bronca social a este respecto se ha enfriado con el cambio de gobierno proviene de una de las frases de Sánchez en su entrevista de La Sexta, y según la cual ocuparse de su tesis es lo mismo que ensuciar la democracia. Coincide con algunas exhortaciones de los editorialistas orgánicos en las que exigen un respeto institucional incompatible con la fiscalización de las personas de las que depende la honorabilidad de esas mismas instituciones. Cáspita. El cambio de paradigma es asombroso. Hasta la moción de censura, lo que decían periodistas, políticos de oposición y tribunos de la plebe era que la única forma de salvar las instituciones era limpiarlas, vigilarlas, agitarlas, entrar en ellas derribando las puertas –literalmente– para expulsar a quienes las vejaran y parasitaran. Nadie pensó que el honor de las instituciones fuera una coartada en la que podrían acogerse a sagrado quienes no merecieran ocuparlas.
Los que fueron periodistas de asalto en el zafarrancho de «Rodea el Congreso» pero ahora ejercen de pretorianos de Sánchez sin duda van a añorar el tiempo de las redadas y la podredumbre casi tanto como Alberti la guerra, de la que decía que fue su «Belle-Époque». Encuadrados ahora en el respeto a las instituciones sólo porque las ocupan sus propietarios naturales, están condenados a contribuir a la construcción de una felicidad oficial, de una felicidad de Estado, que será implantada cuando por fin todos hagamos caso a Carmen Calvo y sólo hablemos de aquello que conviene a ese mejor de los mundos posibles donde los benignos presidentes encuentran corazones y tequieros en los cartapacios.