Aunque los políticos, especialmente los nacionalistas, tiendan a minusvalorar el daño en el otro, para el ciudadano que ha padecido el terrorismo el daño es profundo; y tendrá la sospecha de que, de nuevo, todo esto es otra ocasión para el nacionalismo, hasta alcanzar su democracia, con su amnistía incluida, como lo demuestra la masiva manifestación del pasado sábado.
El terrorismo se ha acabado, o eso parece. Todos los cercanos al tema que han mediado para los prolegómenos de la paz -incluido el sacerdote vizcaíno Joseba Segura- consideran que ésta puede ser la definitiva. Y en todo caso, siempre es preferible que ETA diga que no va a matar a que diga que vuelve a hacerlo después de la afortunada sequía de muertos; casi tres años hace que no mata. Así que, para nosotros, no ha existido Estatuto catalán, ni corrupción en Marbella; para nosotros la gran noticia, la que nos estremeció, fue la declaración de alto el fuego por ETA, aunque la diesen en el macabro escenario de siempre y en uniforme de doña Rogelia.
Debieran los especialistas en comunicación que tiene ETA mejorar su puesta en escena. Por mucho que el presidente del Gobierno quiera solemnizar el proceso negociador, poco van a dar de sí unas imágenes con los interlocutores de ETA de esa guisa. Les forzaría a los del Gobierno a presentarse con narizotas de caucho y bigotes falsos. Debieran cuidarse las formas, pero mucho más el contenido, para que podamos ir descubriendo los ciudadanos y amenazados de a pie a qué atenernos tras este campanazo de salida, que en todo los casos hay que considerarlo muy positivo.
No obstante, tengo un amigo, amenazado él desde hace años, que, tras recibir con disimulado júbilo (compartido con su familia) la noticia que le ofrecía las esperanzas de llevar la vida de un ciudadano normal en un país normal, me indicó que empezaba a escamarse. Me dice que a las horas siguientes todo fueron felicitaciones, en cada sitio y lugar. Incluso se atrevió a entrar en un bar que evitaba desde siete años antes por recomendación de la Ertzaintza: quería estrenar el nuevo momento, y allí también le felicitaron. Hasta que un vecino que hacía mucho tiempo que no le saludaba -precisamente desde que le pusieron a él escoltas- le dio con entonación profunda la consabida felicitación.
Al principio se alegró casi más que por las anteriores felicitaciones, pero empezó a preocuparse porque se la había dado con el mismo tono de cuando le amenazaban por teléfono a las doce de la noche; y si bien no podía entender aquello como una amenaza, quizás podría parecer que le estaban perdonando la vida. Y desde ese momento se puso en actitud precavida cuando alguien se le dirigía a felicitarle, se fijaba más en el paralenguaje que en el lenguaje. «Antes, porque me iban a matar, y ahora porque me perdonan la vida. Ni antes tenían derecho a quitármela ni ahora a perdonármela», se quejaba. Y decidió que iba evitar recibir más felicitaciones de ahora en adelante.
Y es que, cuando la violencia, el miedo y hasta el terror han entrado tan profundamente en el seno de la sociedad, las circunstancias son más complejas que lo que parecen y la gente no se conforma con nada: ni antes, porque le habían amenazado, ni ahora porque le han perdonado la vida. Si en el terreno de las vivencias personales de mucha gente las cosas son así -quién le iba a decir Pilar Elías que la que iba a tener que reinsertarse en su pueblo sería ella- no digamos nada de los elementos políticos que hay que congeniar; y los nuevos que van a aparecer, porque cuando se abre un proceso de negociación entre el Gobierno y ETA se acaba apuntando con lo suyo hasta el apuntador.
Todavía queda mucho por resolver, no digamos el dolor de las victimas, que eso es irreparable cuando se trata de muertos; hay muchas relaciones personales que suavizar, porque lo que ha pasado aquí no es broma. Y aunque desde los gestores de la política, especialmente desde el mundo nacionalista, se tienda a minusvalorar el daño en el otro y se ose pensar con ligereza que eso es superable fácilmente, para el ciudadano que ha padecido el terrorismo el daño es muy grave y profundo. Esa gente doliente tendrá la sospecha de que, de nuevo, todo esto es otra ocasión para el nacionalismo, para su agitación, hasta alcanzar su auténtica democracia con su auténtica amnistía incluida, como lo demuestra la masiva manifestación del pasado sábado, de la que, muy prudente, y hasta heroicamente, se ausentó el PNV. Pero lejos de mí cualquier connotación de malestar por la tregua. Bien está lo que bien empieza. Pero, como en las obras de los clásicos, mucho mejor será si bien acaba.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 5/4/2006