Agustín Valladolid-Vozpópuli
En 1993, González, con grave quebranto institucional, aguantó casi tres años hasta clausurar la legislatura. Sánchez no va contar con tanto margen
En 1993, las elecciones generales tocaban en otoño. En marzo de ese año el ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, pidió ver al presidente del Gobierno. El mensaje que el ministro trasladó a Felipe González parecía preocupante: El impacto de la recesión que España sufría desde el segundo trimestre de 1992 (en gran parte diluido por la sensación de euforia inducida por los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla), iba a manifestarse con toda crudeza tras el verano. Quizá era conveniente pensar en un adelanto electoral si se quería tener alguna opción de victoria.
Solchaga no se equivocaba. A finales de noviembre el desempleo se había disparado, pasando del 16 a 24%, por encima de los 3,5 millones de parados, y la deuda llegaba al 68% del PIB (30 billones de pesetas, unos 180.000 millones de euros; hoy es diez veces más y un 107% del PIB). González quedó en pensárselo y unas semanas después, el 12 de abril, comunicaba al Rey su decisión de disolver las Cortes y convocar elecciones el 6 de junio, cinco meses antes de la fecha prevista. En ese momento, nadie sospechó, tampoco Felipe, hasta qué punto iban a ser desastrosas las consecuencias de aquella decisión.
González estaba convencido de que, después de once años en el poder, había llegado el momento de la retirada, y con el adelanto solo pretendía acotar los daños de un previsible batacazo electoral. De hecho, las encuestas que manejaba Alfonso Guerra en Ferraz anunciaban una derrota dulce a manos de un Partido Popular que pasaba a ser primera fuerza política, aunque se quedaba lejos de la mayoría absoluta. Pero el PSOE, contra pronóstico, ganó las elecciones por mayoría simple: 159 escaños (-16) frente a los 141 (+34) del PP, y fue en ese momento cuando todo se empezó a venir abajo.
En 1993 se pasó la página del supuesto y falso pucherazo, pero arrancó de inmediato, ordenado por Aznar, un plan de hostigamiento al Gobierno sin precedentes en democracia
La primera muestra de lo que nos esperaba fue la comparecencia de dos destacados postulantes del PP en plena noche electoral, Javier Arenas y Alberto Ruiz Gallardón. Ambos pusieron en duda la limpieza del escrutinio y, sin demasiados eufemismos, acusaron al Gobierno de fraude electoral. Para reforzar la teoría del pucherazo, Rodrigo Rato pidió después ser entrevistado para cuestionar la validez del censo electoral, redondeando así una maniobra de desinformación que desembocó en la protesta de miles de simpatizantes del partido en Génova 13 al grito de “¡Manos arriba, esto es un atraco!”. Solo después de que el Rey Juan Carlos llamara a José María Aznar se cursaron las órdenes oportunas para dar por buena la derrota. A regañadientes.
Se pasó la página de la supuesta manipulación del resultado, pero arrancó de inmediato un plan de hostigamiento sin precedentes al Gobierno legítimo. Aznar anunció que, a partir de ese momento, ninguna materia iba a quedar fuera de la crítica política.Tampoco la lucha antiterrorista. El líder del PP rompía de ese modo los compromisos adquiridos en el Pacto de Ajuria Enea, suscrito en 1988 por todos los partidos políticos a excepción de Herri Batasuna, y situaba el listón de la censura al Ejecutivo en niveles irreconocibles, e imprudentes, dando el banderazo de salida al período de mayor crispación en democracia.
Ciertamente, el Gobierno y PSOE se lo pusieron fácil: fuga de Roldán; los GAL; el expresidente navarro, el socialista Gabriel Urralburu, acusado de cobrar comisiones millonarias por la concesión de obra pública (posteriormente fue condenado a 11 años de cárcel); la directora del BOE, Carmen Salanueva, procesada por fraude en la compra de papel; el vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, el ministro de Defensa, Julián García Vargas y el director del CESID (hoy CNI), Emilio Alonso Manglano, obligados a dimitir por un escándalo de escuchas ilegales a relevantes personalidades, incluido el Rey Juan Carlos. Etcétera, etcétera. Y todo esto ocurría mientras ETA seguía matando: 42 asesinatos entre 1993 y 1995.
Felipe renuncia a intentar el Frankenstein 1
Ante la acumulación de escándalos, y con un gobierno que, apoyado por los nacionalistas, no gobernaba, únicamente resistía, Felipe González decidió poner fin al suplicio al que estaba sometiendo al país cuando aún no se habían cumplido tres años desde la anterior cita en las urnas. El 3 de marzo de 1996 el PP ganaba las elecciones (por poco: 38,7% PP – 37,6% PSOE) y conseguía gobernar con los mismos socios de González, los nacionalistas catalanes y vascos, que en aquellos tiempos aún no habían sacado los pies del tiesto.
Hubo sin embargo quienes, antes de que Aznar se instalara en Moncloa, intentaron convencer al líder socialista de que negociara con Izquierda Unida y los nacionalistas para montar el que hubiera sido el Frankenstein 1 (misión imposible en el caso de la IU de Julio Anguita debido a las profundas diferencias programáticas entre socialistas y comunistas y la manifiesta falta de química entre el cordobés y el sevillano). A pesar de ello, las presiones llegaron a ser considerables, pero Felipe siempre se negó a intentarlo. Pensaba, y así se lo dijo a quienes se lo plantearon, que había llegado el momento de que, tras una década larga de poder socialista, gobernara otro partido. Quizá le faltó añadir, como más tarde admitió, que esa mudanza llegaba con tres años de retraso.
[En 1993-96 el número de escándalos era insoportable, y su nivel, en muchos casos, mayúsculo, pero el Estado de Derecho funcionaba. Hoy también, pero solo parcialmente, y contra viento y marea]
La V Legislatura (1993-1996) ha sido la más estéril desde que se aprobara la Constitución. Un tiempo de desgarros personales, deslegitimación institucional y de retroceso como nación. Lo que hoy vivimos no es muy distinto a aquello. Mejor dicho: las consecuencias no son muy distintas, porque desde el punto de vista de la salud democrática esto de ahora es bastante peor. En aquellos años, ningún dirigente político cuestionó la legitimidad de los tribunales para perseguir a los corruptos; el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o la Fiscalía y Abogacía del Estado conservaban un razonable prestigio; la colonización partidista de instituciones, organismos y empresas públicas no era, ni de lejos, la que hoy se da de manera generalizada. En definitiva: el número de escándalos era insoportable y su nivel, en muchos casos, mayúsculo, pero el Estado de Derecho funcionaba. Hoy, los casos de corrupción política quizá no alcancen, en su conjunto y por el momento, la envergadura de los conocidos en los 90, pero lo que es realmente grave, el verdadero problema de fondo, es el indisimulado intento de debilitar los instrumentos que constitucionalmente tienen el encargo de perseguir la corrupción.
Esa es la diferencia fundamental entre la corrupción pasada y la presente. Pero no solo esa. Hay más. González no sucumbió a la tentación de debilitar el Estado para seguir en el poder, y ningún juez investigó a su entorno familiar. La intención declarada de Pedro Sánchez es resistir, aun a costa de nuevos peajes pagados al independentismo. Esto en paralelo a la consolidación de un plan de descrédito de los jueces que investigan a sus familiares y de los medios de comunicación que, casi a diario, publican -y van a seguir publicando- nuevas revelaciones.
El plan de Pedro Sánchez es aguantar. Pero cuanto más débil sea su situación, mayores van a ser las condiciones del chantaje. Aguantar a costa del Estado. A costa de la democracia.