ESTEFANÍA MOLINA-EL PAÍS
- El PSOE actual no alarma tanto a muchos jóvenes de izquierdas como a la vieja guardia socialista. Hay algo de generacional en eso de indignarse por pactar con Podemos, la izquierda abertzale, o con Puigdemont
A Felipe González no le gusta la amnistía, ni se haría fotos con Carles Puigdemont en Waterloo: al PSOE no lo reconoce ni la madre que lo parió. Aunque quizás nos preguntamos demasiado si González o Alfonso Guerra se identifican con su partido actual, en vez de preguntarnos si la generación de jóvenes de izquierdas de hoy votaría a los líderes del PSOE de 1982. Cabe pensar que no. Pedro Sánchez sólo es el síntoma de cómo España y la izquierda han cambiado en 40 años, pese al recelo de la vieja guardia hacia el Frankenstein.
Y es que la supervivencia del PSOE ha sido la gran preocupación de sus exdirigentes en estos años: temían que el partido se hundiera por pactar con Podemos o el independentismo vasco y catalán. Como describe el periodista Gregorio Morán, González era un jugador de billar, un político que siempre dejaba la bola preparada para sobrevivir a una siguiente jugada. Los críticos Sánchez harán la fácil comparación: “Alguien que rompe la baraja a cada decisión, sin pensar ni en España, ni en el partido el día después”, suelen decir.
Ahora bien, no es fácil saber cuando se trata del poder qué es dejar la bola preparada para sobrevivir a la siguiente jugada. El PSOE actual no es heredero de las mayorías absolutas en los años 80, sino del fin del terrorismo en Euskadi, del procés en Cataluña, y de cómo la juventud de izquierdas se vio ampliamente seducida por Pablo Iglesias tras el 15-M. Los retos de Ferraz no son los mismos que antaño. Por eso, hay algo de generacional en eso de indignarse por los pactos de Sánchez con Podemos a 2020, con Carles Puigdemont a 2023, o tal vez con la izquierda abertzale en Euskadi alguna vez.
El propio contexto actual explica por qué la amnistía seguramente sea el mal menor para muchos jóvenes de izquierdas: les preocuparía más un Gobierno de gran coalición con el Partido Popular, o que Vox llegara al poder, que entenderse con esos llamados “enemigos de España”. La evidencia es que Sánchez ganó casi un millón de votos el 23-J tras haber forjado a todas luces su amalgama Frankenstein.
A menudo se acusa a la izquierda del auge del independentismo en la última década. Es falaz. Podemos fue clarividente al ondear en 2015 la bandera de la plurinacionalidad, que no casualmente tiñe el Congreso hoy. Hay una relación entre la caída del partido de Iglesias y la pujanza de algunas formaciones como Bildu o el BNG porque, precisamente, Podemos sirvió durante un tiempo de dique de contención del nacionalismo en ciertas comunidades, al ser la primera formación estatal que amparaba la idea del referéndum pactado ante el auge del procés. La nueva izquierda española está atravesada por la cuestión territorial. Por eso, si el presidente no hubiese legitimado los pactos con Podemos o ERC, como le impidió el Comité Federal en 2015, difícilmente habría recuperado muchos votos en Cataluña o Euskadi. El 23-J algunos independentistas apostaron por el PSC como “voto útil” para evitar que la derecha llegara al poder. Dejar la bola preparada para que el PSOE pueda sobrevivir en el futuro también es entender el país de hoy.
En consecuencia, el enfado contra Sánchez no es ni siquiera porque la jugada haya salido mal tras pactar con quienes “quieren romper España”. Al contrario: el independentismo catalán se hundió en las últimas generales y municipales porque cada medida de gracia, véanse los indultos, borra el agravio y deja a sus votantes cada vez más lejos de su sueño de ruptura de 2017. Si el problema con Sánchez fuera de razón de Estado, ese servicio que le vienen reclamando sus mayores estaría satisfecho ya: también ha noqueado a Podemos. Si solo fuera por las dudas legales que ahora plantea la amnistía, no habría recibido la misma crítica constante desde la moción de censura contra Mariano Rajoy.
Quizás lo que muchos no perdonan al actual líder del PSOE es haber inmolado una especie de sentido común bipartidista, compartido desde el PP hasta la vieja guardia socialista, sobre que ambos deberían apoyarse para salvarse contra la amenaza del independentismo y de los partidos extremos. Es la entente tácita que se mantuvo cuando Rajoy fue investido con la gran coalición por la puerta de atrás de 2016. Pero incluso esa noción del Estado es generacional. Antes del estallido del 15-M muchos jóvenes votantes se quejaban de que el PSOE y los populares parecían lo mismo en su visión territorial.
Ni siquiera es verdad ese relato por el cual el PP y Vox han venido a preservar España tal y como se entendió en la Transición. El giro excluyente y cainita que simbolizan Vox, el madridcentrismo de Isabel Díaz Ayuso o el actual José María Aznar nada tienen que ver con el Aznar del Pacto del Majestic o el espíritu integrador de la Constitución. La intransigencia territorial de la derecha es otra mutación, y por eso Alberto Núñez Feijóo no es hoy presidente gracias a PNV o Junts. La pregunta, pues, no es si al expresidente González le disgusta la amnistía o si Guerra no se reconoce en el partido que levantó. La pregunta es por qué a la derecha se le admite su cambio generacional y, en cambio, a las nuevas remesas de votantes socialistas que también defienden la Constitución, no.