José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La importancia de las palabras de González consiste en que millones de ciudadanos, socialistas o no, se reflejaron en ellas, y que al amparo de sus opiniones, a dirigentes de su partido se les soltará la lengua, en particular sobre los indultos
Felipe González, 79 años, 23 de secretario general del PSOE y más de 13 de presidente del Gobierno, tiene tanto oficio que es capaz de que un programa como ‘El Hormiguero’, de Pablo Motos, en Antena 3 TV, se adapte a sus hechuras en vez de que el político sevillano se amolde a las de uno de los programas más exitosos de los de entretenimiento de la televisión en España. O en otras palabras, ante la posibilidad real de que González se desperfilase en un espacio televisivo inexplorado por él, consiguió que ‘El Hormiguero’ y un reverencial Motos perdiesen sus atributos absorbidos por la personalidad del entrevistado. Ni juegos, ni Trancas ni Barrancas, ni ocurrencias. Ahí estuvo la clave de la sin duda exitosa aparición del veterano socialista: se zampó el modelo de ‘El Hormiguero’ —lo que no hicieron en su momento ni Rajoy, ni Sánchez ni otros políticos— en vez de que ocurriera lo contrario. Lo transformó. Veremos la cuota de audiencia.
El entrevistador y el entrevistado entraron en harina poco a poco, de forma suave, deslizándose por los recuerdos de hace un cuarto de siglo, cuando González, derrotado por la mínima por Aznar en 1996, dejó la Moncloa. Pero ni aquel ni este eludieron lo esencial, aunque pretendieron envolverlo en papel de celofán, con giros y expresiones mullidas, con aproximaciones suaves, pero con mensajes, al final, nítidos. Felipe González —como el que no quería la cosa, pero sin rehuirla— se encaró con Pedro y Sánchez y le pegó los tres hachazos que hoy por hoy aplauden, además de millones de ciudadanos, muchos militantes socialistas. El sevillano, reivindicando la que denominó “autonomía personal significativa”, habló para todos.
González —’a fortiori’ del PSOE, pero huérfano de representación, como se proclamó— le dijo al presidente del Gobierno y secretario general de su partido que él “en las actuales condiciones” no concedería el indulto a los políticos condenados por sedición y malversación porque el perdón exige arrepentimiento —palabra que calificó de “antigua”, pero que él intencionalmente empleó— y, además, lealtad a la legalidad vigente, compatible con combatir por el procedimiento establecido a nuestra Constitución, que no es militante como la de EEUU o la de la República Federal de Alemania. O sea que, deductivamente, el expresidente dijo este miércoles exactamente lo mismo que el informe de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
Motos no le preguntó —y debió hacerlo— por qué él y su Gobierno concedieron el indulto a los golpistas del 23-F, y quizá González habría contestado que la Sala de lo Militar del alto tribunal informó favorablemente el perdón, que habían transcurrido muchos años desde el intento del golpe de Estado —más de 12— y que el rebelde Alfonso Armada garantizó su adhesión a la Constitución para obtener la gracia. Cuando Aznar y su Gobierno indultaron parcialmente a Barrionuevo y a Vera por su participación en los delitos de la banda denominada Grupo Antiterrorista de Liberación (GAL), lo hicieron también previo informe favorable del tribunal sentenciador. Dato este que es esencial para diferenciar aquel otorgamiento de la gracia del que pretendería Pedro Sánchez para los condenados por liderar delictivamente el proceso separatista en Cataluña.
González —segundo hachazo— dejó claro que la “satanización” del estado de alarma carece de sentido y que no tiene alternativa —al contrario de lo que repiten sin cesar Sánchez y sus ministros— en la legislación ordinaria de 1986, pensada para brotes pandémicos localizados (“tuberculosis”, “sarna”, afirmó el expresidente), y que no se pueden adoptar medidas restrictivas de los derechos fundamentales con normativas diferentes a los decretos del estado de alarma previsto en una ley orgánica de 1981 que desarrolla el artículo 116 de la Constitución. Segunda enmienda a la totalidad de la política del Pedro Sánchez. Añadiendo que la judicialización de la política —que los jueces decidan en vez de aplicar la ley estrictamente— es un gravísimo error.
El tercer hachazo —y el más sutil mensaje de Felipe González— lo descargó sobre las elecciones del 4 de mayo pasado en Madrid. Prácticamente denunció la tozudez voluntarista de la izquierda —no se refirió expresamente al PSOE—, que no prestó atención a la tendencia consistente de las encuestas que daban entre 10 y 11 puntos de diferencia a la derecha; dijo que el debate electoral le “desesperó” y lanzó una reflexión esencial en la política con claro destinatario: la clave, dijo, no está en los que deciden votarte sino en aquellos que afirman que jamás lo harían. Una forma elíptica de describir el progresivo rechazo a Sánchez que estaría provocando —no lo dijo González, pero así se infiere de sus palabras— que en las elecciones se pierde —o se gana— más que por adhesión, por reacción. Un remate: los “gurús”, los consultores, los asesores, sirven para su función, pero no para hacer “un proyecto de país”.
Claro que nada de todo esto pudo contárselo directamente a Pedro Sánchez porque confesó que desde la moción de censura (junio de 2018) no han hablado y que cuando se ha planteado por intermediarios una interlocución, ha acabado frustrándose. Y dos recados: uno menor, a Adriana Lastra, y otro al terrible error de Rajoy: la “satanización del 155”. Efectivamente, debió aplicarse inmediatamente después de la aprobación —6 y 7 de septiembre de 2017— de las leyes de desconexión en el Parlamento de Cataluña, lo que hubiera evitado la sedición del 20 de ese mismo mes —asedio a la Consejería de Economía y Hacienda— y el referéndum ilegal del 1 de octubre.
¿Importancia de las palabras de González? Mucha. Porque en ellas se pueden identificar millones de ciudadanos, socialistas o no, y porque, al fijar su posición negativa sobre los indultos, abre la veda para que otros socialistas, amparándose en su opinión, suelten la lengua y digan lo que piensan. Por descontado, habrá dirigentes del PSOE que, con la suficiencia tradicional, traten despectivamente al expresidente aunque otra les vaya por dentro, y habrá también medios que ninguneen lo que dijo y cómo lo dijo. Pero Felipe González tiene 79 años y demostró que no es un viejo, como no lo son Biden, presidente de los EEUU, ni Rebelo de Sousa, presidente de Portugal, ni Mario Draghi, primer ministro de Italia. Y, por supuesto, tampoco lo parece Jorge Mario Bergoglio, que transita por la mitad de los 80. Cuidado, en fin, con la soberbia, porque al final en España está ocurriendo un fenómeno convergente en su perversidad: no es un país para los septuagenarios porque se pasa de ellos; pero tampoco lo es para los jóvenes, que deambulan con la losa de dos crisis sobre sus espaldas y un 40% de desempleo. González, al final, fue la voz de la experiencia inteligente. Lo que no es poco.