Javier Caraballo-El Confidencial
Podría tomar su apodo de Luis I, que ha pasado a la historia con ese sobrenombre. Pero para Felipe VI no hay necesidad de buscar en la historia. Le vale con la realidad que le ha tocado vivir
A Felipe VI, el apodo de ‘el Obstinado’ le cuadra, además, por su propio carácter. Determinación, frialdad, vocación, preparación, responsabilidad, independencia. Es el primer monarca de la historia de España, de los muchos siglos que nos contemplan, proclamado por unas Cortes democráticas, al amparo de la Constitución que nos ha asegurado el mayor periodo de libertad y de prosperidad. Como él mismo resaltó en el Congreso de los Diputados, el 19 de junio de 2014, con Felipe VI comenzó en España “el reinado de un Rey constitucional”. España es así: fue decirlo y todo empezó a confabularse contra esa normalidad democrática desconocida, empezando por su propia familia, para procurarle un reinado amargo, o terminal, a juicio de muchos. De ahí la obstinación de quien parece dispuesto a ganar el pulso a los malos augurios. Y ojalá que salga victorioso porque, en contra de la apariencia, este no es un debate entre monarquía o república, y mucho menos entre instituciones democráticas y otras de origen dictatorial. No es eso, no.
Antes que nada, conviene señalar que, objetivamente, los escándalos de la Corona en los últimos años no justificarían su continuidad porque una institución así, anacrónica, solo puede pervivir en una sociedad democrática del siglo XXI si acredita constantemente su ejemplaridad. Pero de esta máxima el primero que es consciente es el propio Felipe VI, porque ya lo dijo en el primer discurso como Rey de España: la Casa Real, en pleno siglo XXI, solo puede permanecer si ofrece, permanentemente, una imagen de integridad, honestidad y transparencia. “Solo de esa manera se hará acreedora de la autoridad moral necesaria para el ejercicio de sus funciones”, dijo Felipe VI. La defensa de la tradición y el respeto a la historia de un país como España, una de las naciones más viejas del mundo, no pueden, jamás, apartarse de la ejemplaridad porque es lo único que se le exige a cambio de asimilar que la jefatura de un Estado democrático sea hereditaria.
Felipe VI, que es el menos Borbón de los Borbones, o el que menos borbonea, si es que así se entiende mejor, ha puesto tanta distancia entre él, la Casa Real, y los desmanes o los abusos de sus parientes, padre, hermanas o cuñados, que no cabe reprocharle ninguna duda al respecto. Actúa sin contemplaciones y es posible que solo conozcamos una pequeña parte del distanciamiento familiar, del malestar y la indignación, que ha hecho llegar a los suyos y que puede acercarse al desprecio. Por decisiones como suprimir la presencia de su padre en actos públicos, por la frialdad de los comunicados oficiales o por el veto de algunos documentales (como el de la vida de don Juan Carlos, que RTVE mantiene en el cajón), podemos suponer la verdadera naturaleza de esa relación.
La función principal del Rey de España, según marca la Constitución, es la de ser símbolo de la unidad y la permanencia del Estado. Subrayemos esto último, porque es de lo que se trata, de la permanencia del Estado. El debate que se plantea en la actualidad, al albur de los escándalos de la familia real, trasciende sobradamente la disputa tradicional entre monarquía y república. No, no es el modelo de Estado lo que se cuestiona, entre otras cosas porque la ‘monarquía republicana española’, como ha llegado a definirla algún dirigente socialista, cumple los valores añorados que se reclaman de la República. Pero, al margen de eso, en el debate sobre el ‘modelo de Estado’, el objetivo oculto es la segunda parte del concepto; dicho de otra forma, se cuestiona el ‘modelo’ pero el objetivo es la desaparición del Estado español. La adhesión persistente de los nacionalismos extremos y de los grupos antisistema a ese debate habla por sí misma. La Casa Real, la monarquía, los reyes, Felipe VI son un símbolo que nos cohesiona como españoles, y no estamos en España para desperdiciar o destruir los lazos que nos unen, que es lo que buscan algunos.
En el Reino Unido, los escándalos de la Casa Real no cuestionan la Corona, pero en España sí. Y no porque España sea un país con fuertes raíces republicanas, que han supuesto dos episodios insignificantes en cuanto al tiempo (tan solo siete años si se suman la I y la II República, que acabó trágicamente en la Guerra Civil), sino porque también en esto el franquismo ha dejado un lastre insoportable de desarraigo sociológico. La larga dictadura de Franco borró cualquier apego monárquico que pudiera existir en la sociedad, cualquier sustrato de memoria histórica, y la restitución de la monarquía a partir del nombramiento de Juan Carlos I como heredero del régimen acabó de espantar toda simpatía.
Todo aquello, y se trata de una verdad innegable, se superó sobradamente a los pocos años, cuando Juan Carlos I demostró con hechos que su determinación para traer la democracia a España, una democracia plena, era absoluta. Lo consiguió venciendo las fuertes resistencias del franquismo, al tiempo que trenzaba alianzas de las fuerzas democráticas en torno a su persona. Su papel decisivo en el intento de golpe de Estado de Tejero de 1981 elevó la popularidad de los Reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, a niveles que quizá ni ellos mismos habían soñado. Pero aún entonces se decía que España era, antes que monárquica, juancarlista. La consolidación tendría que haber llegado con una abdicación serena, que mantuviera intacto el prestigio de don Juan Carlos en su jubilación de Rey emérito. Pero no ha sido así, no está siendo así, porque el prestigio del Rey emérito se ha hundido por sucesivos escándalos —el último ya lo veremos, y lo analizaremos— y el juancarlismo que asentó la monarquía es el que ahora puede derribarla.
Dicen que la historia juzga a los reyes por sus apodos, el Pasmado, el Cruel, el Prudente, el Hermoso, pero sabemos que no siempre ha sido así porque el único que se llama el Deseado, Fernando VII, es un rey traidor, felón, uno de esos tropiezos amargos de España con los que el destino del país se tuerce, o retrocede, en el punto exacto en el que podría haber avanzado para instalarse en la modernidad, en el progreso de los españoles. Felipe VI podría tomar su apodo de ‘el Obstinado’ de un rey de Navarra del siglo XIV, pero no le hacen falta antecedentes porque cumple con el significado de ese adjetivo en cada una de las acepciones del diccionario que contempla la Real Academia. Perseverante, tenaz. Fastidiado, harto. Enojado, furioso. Ese es Felipe VI, ‘el Obstinado’.