PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO -El Correo

Sáenz de Santamaría y Cospedal son abogadas del Estado y se han ganado a pulso sus altas responsabilidades en el Gobierno y en el PP. Pero parece que, para algunos, su esfuerzo como mujeres no cuenta

Recién iniciada la campaña de primarias del PP, se me ocurrió valorar la misma en una tertulia televisiva en razón de dos motivos: que ya no se ha dado el ‘dedazo’, como había ocurrido en toda la historia de la derecha en la Transición, sino un procedimiento de elección mixto –en dos fases, militantes y compromisarios– equiparable al de otros grandes partidos conservadores europeos, como el francés o el inglés; y, además, que entre los que optan a la presidencia del partido, y con serias aspiraciones de victoria, cuentan y muy principalmente dos mujeres. Ante esto último, una contertulia progresista, a la que valoro y aprecio –y por eso me llamó más la atención su comentario–, descalificó el hecho de las dos mujeres aludiendo a que no eran feministas.

Vaya –pensé–, se me había olvidado que el progresismo es el que se arroga la expedición de los carnets de feminismo. Y a estas dos mujeres, Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal, por ser del PP no se las considera feministas. O sea, que su esfuerzo como mujeres no cuenta. Las dos son abogadas del Estado. Sin previo pedigrí político, se han ganado todo por ellas mismas, por su esfuerzo y dedicación. Pero no se las considera en el campo de las mujeres feministas. Si el feminismo es una ideología y a él solo pueden pertenecer las mujeres progresistas, entonces ellas no están ahí, con toda lógica. Lo cual nos llevaría a considerar también feministas a los hombres que valoran a las mujeres desde su ideología progresista. O sea, Pedro Sánchez, que nombra el Gobierno con más mujeres de Europa, es feminista él también. Pero Mariano Rajoy, que nombra a dos mujeres para dirigir el Gobierno y el partido respectivamente –los dos cargos más importantes de su gestión–, no es feminista.

La única forma de salir de este dilema es pensar que hay un feminismo de izquierdas –el fetén, digamos así– y otro de derechas que ya con solo decir que es de derechas entraría, a ojos de muchas feministas, en el terreno de la sospecha. Exactamente como ocurre ahora mismo con las dos mujeres que optan a la presidencia del PP. No obstante, tenemos referentes de este feminismo de derechas, y muy ilustres además, empezando por Margaret Thatcher, la líder tory que gobernó Gran Bretaña once largos años, entre 1979 y 1990, y más actual aún Angela Merkel, canciller alemana desde 2005 –lleva ya trece años en el cargo– por la CDU, o sea, el centro-derecha germano.

Pero es que hay más. La persona a la que le debemos nada menos que la instauración del voto femenino en España, en plena Segunda República, es Clara Campoamor, que lo hizo en contra del criterio de las otras dos mujeres de aquel primer Parlamento de la república, que eran Margarita Nelken y Victoria Kent, ambas de izquierdas. Pero Clara Campoamor no pertenecía al bloque progresista, sino al Partido Radical liderado por Lerroux, ubicado en el centro-derecha que gobernaría entre 1933 y 1936. Como es sabido, dirigentes de izquierdas de entonces, como Indalecio Prieto por ejemplo en el PSOE, no querían que las mujeres votaran porque, a su juicio, estarían la mayoría muy influidas por la Iglesia. Clara Campoamor, en cambio, puso la dignidad de la mujer por encima de todo y ganó, con el apoyo de diputados de todas las opciones políticas. Ello no le sirvió para renovar su escaño en las elecciones de 1933. Quedó fuera del Congreso. Pidió luego entrar en el partido Izquierda Republicana y su candidatura fue rechazada. Así trató el progresismo de entonces a la mujer que más hizo por lograr el voto femenino en España. ¿A Clara Campoamor no cabría incluirla tampoco en la historia del feminismo por ser de derechas?

Entonces, cuando las feministas valoran el papel de la mujer, arrogándose su representación, dejarían fuera de su consideración a aquellas mujeres que, según ellas, no cumplen con las condiciones que ellas exigen, que son condiciones, al fin y al cabo, que no tienen que ver tanto con su cualidad de mujeres como con la asunción de un determinado ideario político. Así, Margaret Thatcher, Angela Merkel o Clara Campoamor no serían feministas.

Un Gobierno como el de Pedro Sánchez sería –es– feminista porque en él hay muchas mujeres feministas, porque parece ser que con solo ser mujer no basta. Aunque también es sabido que el PSOE no se ha caracterizado por tener muchas mujeres influyentes o que hayan creado corrientes de opinión dentro del partido. Repasemos sus dirigentes máximos desde el inicio de la Transición y creo que solo tenemos dos casos, ambos en la última etapa y, de momento, ambos frustrados: Susana Díaz y antes la que se apellidaba como yo y que falleció en 2017. Y qué decir de Podemos, donde las mujeres que se unen sentimentalmente con su líder carismático ven alterada su posición política en función de cómo les vaya en esa relación: a la que rompió con él –caso de Tania Sánchez– la hemos visto atravesar el desierto político, mientras que la que congenia de modo estable –caso de Irene Montero– sube hasta ser la número dos. ¿Qué conclusión extraeríamos si algo parecido hubiera sucedido en un partido de derechas?

Y conste, después de lo dicho, que no tengo muy claro que ni Soraya ni Cospedal vayan a llevar a buen puerto al PP en el supuesto de que alguna de ellas saliera elegida presidenta del partido. Pero eso, naturalmente, no lo deduzco de su condición de mujeres, sino de políticas.