ESTEBAN Hernández-El Confidencial
En toda Europa ha entrado en juego un nuevo eje político en el que dos fuerzas dominantes se reparten los votos y una tercera, la izquierda, ocupa un papel secundario
Es curioso cómo la vida hace con las ideas lo que le viene en gana. La vieja socialdemocracia insistía mucho en la necesidad de una Unión Europea fuerte y cohesionada como paso previo e imprescindible para que los aspectos sociales se reforzasen. La única posibilidad efectiva en un mundo globalizado consistía en abrir un espacio sólido regional que pudiera competir en el exterior, que tuviera influencia internacional y que, en consecuencia, fuese capaz de generar una protección amplia para sus ciudadanos. La tesis puede parecer aún hoy razonable, en la medida en que, en un escenario en el que el tamaño importa mucho, una Europa grande y fuerte debería procurar muchos más recursos a sus integrantes y redistribuirlos mejor. Pero una cosa son las tesis y otras las realidades.
Lo que sucedió fue en sentido contrario a lo anunciado: mientras las exigencias del mundo económico iban desmantelando en pequeños y continuados pasos las estructuras del estado del bienestar europeo, con resultados más dolorosos en los países del sur, la política comenzaba a tener problemas porque tenía que justificar sus decisiones ante ciudadanos descontentos que, además, eran los que votaban. Algunas opciones, las de izquierdas, sufrían algo más, porque las medidas que se estaban desarrollando atentaban directamente contra aquello que les hacía fuertes en las elecciones. Ante ese repliegue, la izquierda invocó la necesidad de más Europa: cuanto peor iban las cosas, más señalaban a la UE como solución. Pero todo era una simple táctica de distracción, diferir en una Europa futura los arreglos que no querían o podían realizar en el presente. Incluso cuando la Unión se hizo más sólida, la cohesión social nunca llegó. Lo que sí vimos fue el descenso en el nivel de vida de los europeos.
Su oferta es clara. Para que podamos vivir mejor, y que haya más recursos solo hay una cosa que se debe hacer: alejarse de la UE
La resistencia material terminó por aparecer, pero no desde el eje derecha izquierda. Fue como si otros actores políticos hubieran escuchado las tesis de los socialistas, se las hubieran creído y les dieran la vuelta. La idea central que transmitieron estas nuevas fuerzas a sus votantes fue la siguiente: para que podáis vivir mejor, para que haya más recursos y que el nivel de vida no descienda, solo hay una cosa que se puede hacer, salir de la UE. La oferta principal del llamado populismo de derechas se resume en esto: en lugar de quedarnos encerrados en una unión que nos perjudica, que impide a nuestro país crecer y que nos empobrece como nacionales, deberíamos reconsiderar por completo el vínculo que nos une a ella y, si no se modifica, olvidarnos de la UE.
El giro irónico
Este es el fantasma que ha recorrido Francia, Grecia, Italia y muchos otros países europeos, donde las opciones fuertes de derecha lo son precisamente por haber vinculado un extremo y otro: mejores condiciones vitales y económicas y alejarse de la UE vienen a ser sinónimos. No deja de ser irónico que el programa más atrevido de la socialdemocracia lo tenga Corbyn justo en el único país que ha dicho adiós a Bruselas.
El populismo de derechas es exitoso porque ha transmitido la idea de que a la prosperidad y a la redistribución se llega a través de la bandera
No es un asunto menor, porque revela cómo el eje que está operativo, el que está funcionando en la política europea, ha reformulado los problemas típicos de la derecha y la izquierda. La protección social no se consigue mediante la llegada al poder de los partidos progresistas, sino a través de formaciones nacionalistas que, por serlo, pretenden que las personas de su país tengan las necesidades cubiertas. O, por decirlo de otra forma, a la prosperidad y a la redistribución se llega a través de la bandera. Esta idea ha estado presente en muchas de las campañas recientes, algunas exitosas, como la de Trump o la del Brexit, y otras casi, como la de Le Pen o la Lega Nord o incluso el ‘procés’, que nace de esta misma mirada (cambiando la salida de la UE por la de España).
Mientras, la izquierda europeísta solo puede ofrecer propuestas puramente defensivas: «No a los recortes en sanidad, pensiones y educación»
Este contexto añade una dificultad para la izquierda, y explica en cierta medida los motivos que la han llevado a la segunda fila. Las personas que aspiran a tener más recursos, que viven situaciones de injusticia o que se hallan en un contexto de necesidad, han girado políticamente hacia aquellas opciones que les están prometiendo una vida mejor. Mientras, la izquierda, que es europeísta y no aspira a salir del euro, las únicas propuestas que les ofrece («no a los recortes en sanidad, pensiones, educación y ayudas sociales») son puramente defensivas. La posibilidad que les resta es empujar a la Unión Europea hacia un viraje radical, e insistir en que adopte otras políticas económicas que beneficien a los ciudadanos y no solo a ese pequeño porcentaje que forman la parte más favorecida de la sociedad. Como estos intereses de las élites conectan con los de Alemania, que es el país al que mejor le ha venido la Unión, ese cambio de rumbo, imprescindible, se encuentra con grandes dificultades para ser llevado a la práctica.
Solos estamos mejor
Lo cual deja a la izquierda en muy mala situación, porque su capacidad local es escasa: las políticas nacionales son importantes, pero mucho menos decisivas que las impuestas por la economía global financiarizada. Los nacionalismos, por el contrario, sí pueden prometer a sus votantes una mejor situación económica futura precisamente porque ya no estarán sujetos a Bruselas, o lo estarán bajo condiciones más favorables. Por supuesto, esta promesa es endeble por muchos motivos, pero les resulta mucho más creíble a unos ciudadanos que se están echando en sus brazos en toda Europa. La bifurcación social en que estamos inmersos (los de arriba van hacia más arriba y el resto hacia abajo) ha encontrado una fuerza política que está canalizando las contradicciones y que se ha constituido como la resistencia más importante a este sistema a partir de un nuevo eje: solos estamos mejor.
Los cambios reales llegan cuando lo estructural acompaña a lo cultural, no simplemente cuando un discurso se hace popular
La izquierda, en este contexto, ha tratado de girar aún más hacia asuntos culturales, y en los últimos días las grandes discusiones españolas han girado en torno a ellos, como el feminismo con el 8-M, la prisión permanente revisable, las condenas a raperos y humoristas o el racismo. Por algún motivo, tanta agitación les hace pensar que están recuperando el favor social, un factor que anticipa su regreso a un mayor peso en la política nacional.
Los recursos
Pero, en este contexto, cualquier invocación a las cuestiones culturales como centrales es un brindis al sol. La realidad es que para llevar a cabo iniciativas efectivas en cualquiera de estos campos hacen falta recursos. Las reivindicaciones feministas son un buen ejemplo. La violencia de género no se puede combatir sin medidas concretas y un presupuesto suficiente para llevarlas a cabo, los bajos salarios de las mujeres seguirán en ese nivel mientras el sistema global continúe imponiendo sus obligaciones de rentabilidad y de creciente retorno para los accionistas, y aspiraciones como la conciliación no se podrán llevar a efecto sin modificar las bases de funcionamiento del mercado laboral, por citar solo algunos casos. Desde luego, los partidos de izquierda podrán operar en lo cultural si llegan al poder, señalando las actitudes y mentalidades machistas que persisten, u otorgando más visibilidad a las mujeres, lo que tiene su valor, pero todos sabemos que los cambios reales llegan cuando lo estructural acompaña a lo cultural.
Frente a las dos fuerzas dominantes, la izquierda está jugando un papel secundario cuya función es la de la simple acusación
En segundo lugar, este marco discursivo conviene a las dos principales fuerzas políticas de nuestro tiempo, ya que pueden aprovechar esos descontentos parciales y situarlos bajo su paraguas. Los partidos liberales de derecha, esa nueva derecha real que va desde Macron hasta Rivera pasando por la vieja socialdemocracia, y cuyas ideas son tanto las que se manejan en Bruselas como las provenientes del Foro de Davos, se muestran favorables al libre comercio y el capitalismo global, pero también a la inmigración (‘El País’ abría ayer su edición de papel con una noticia titulada «El futuro de las pensiones exige millones de nuevos inmigrantes») o al feminismo (como vimos con el apoyo enorme de los medios de Prisa a la manifestación del 8-M). Insisten en que con más apertura y sus soluciones técnicas harán sostenible un estado de bienestar en crisis, pensiones incluidas, y nos llevarán a un mundo mejor, más moderno y sin tantas rigideces como aquel del que venimos. Son optimistas y el futuro les pertenece, afirman.
Los otros
La otra opción política dominante transmite la idea cohesionadora de que cuando vayamos por nuestra cuenta en la nueva nación, habrá más trabajo y mejores pensiones, se arreglará la inmigración porque solo vendrán los que puedan venir, existirán más posibilidades y mejores condiciones para que las familias tengan hijos, etc. Frente a ellas, la izquierda, que parece haberse quedado en la mera suma de esas reivindicaciones, está jugando un papel secundario cuya función es la de la simple crítica: señala a la derecha populista como un pozo de racistas, clasistas, machistas y retrógrados, y a los liberales de derecha les subraya que no son realmente feministas, que no son realmente favorables a los inmigrantes o que no son realmente cualquier otra cosa. Son anticapitalistas o antifascistas o antirracistas, pero no logran articular un marco común que reúna todas esas aspiraciones dispersas en una idea propositiva, como han hecho sus rivales.
Este es el eje bajo el que está circulando la política contemporánea, y el precio que pagamos por él es dejar el problema intacto. Estamos inmersos en un sistema económico y político que ha apostado por una sociedad de dos direcciones que ahonda la brecha entre arriba y abajo, lo que se traduce en un descenso en el nivel de vida de los ciudadanos y menores posibilidades vitales, así como en presupuestos con partidas escasas para resolver los problemas cotidianos. Cualquier política que se quiera realizar en pensiones, sanidad, igualdad de género, inmigración o redistribución, del signo que sea, implica poder para aplicarla y recursos para llevarla a la práctica. Y lo que está ocurriendo no es otra cosa que la concentración de los recursos en pocas manos. De modo que si se elimina esta parte de la ecuación, todo queda en lo que andamos últimamente, feroces discusiones en las redes, en los periódicos y en las televisiones que aumentan tensiones y odios y no resuelven nada.