ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 27/07/14
· (A Jordi Solé Tura, in memóriam) ·
Es imposible comprender la trascendencia de la carta balbuceante, de una flagrante inmoralidad sintáctica y hasta ortográfica, que Pujol envió ayer a un destinatario indeterminado (la Agencia Tributaria, los jueces, los periódicos, los ciudadanos de Cataluña), sin remontarse a la primavera de 1984. Y, concretamente, al proceso político que se abrió aquel 19 de mayo cuando el diario El País publicó la noticia de la querella inminente contra el presidente de la Generalidad por un presunto delito de apropiación indebida durante la época que estuvo al frente de Banca Catalana. La primera reacción de Pujol ante la querella fue muy agresiva: acusó al Gobierno socialista de haber hecho una jugada indigna y el mismo día de su reelección, 11 días después de la noticia, convocó una manifestación autoexculpatoria, un selfie masivo, metaforizaríamos hoy. Algunas de las afirmaciones de entonces, pronunciadas desde el balcón de la Generalidad, adquieren hoy un eco inverosímil. Por ejemplo: «En adelante, de ética y moral hablaremos nosotros». O bien: «Hemos de ser capaces de hacer entender (…) que con Cataluña no se juega y que no vale el juego sucio».
Sin embargo, lo más interesante de aquel proceso no fueron sus ridículas exageraciones peronistas, sino la convicción que se apoderó de la conciencia civil catalana e incluso española. Podía ser cierto, argumentaron, que Pujol hubiese permitido, o incluso cometido, algún tipo de irregularidad contable. Pero si eso ocurrió, habría sido en beneficio de Cataluña, de aquel legendario fer país que marcó su actividad en la postrimería del franquismo: y en absoluto, de ninguna manera, en su beneficio personal.
Así, en este sentido, se escribió entonces un artículo periodístico fundamental. A la luz de los acontecimientos desvelados, ofrece hoy una muestra hiriente de candidez intelectual. Pero su importancia fue la de ayer: aquel artículo contribuyó de manera decisiva al blindaje de Pujol por parte de la izquierda. En unas líneas puramente inolvidables Manuel Vázquez Montalbán, maestro pensador de la izquierda peninsular y especialmente catalana, decía: «De Pujol se podrá pensar que ha sido un mal banquero, que es de la derecha camuflada o que es feo, pero nadie, absolutamente nadie en Cataluña, sea del credo que sea, puede llegar a la más leve sombra de sospecha de que sea un ladrón».
De nada serviría que por los mismos días un sensato Solé Tura, redactor de la Constitución y aún entonces dirigente comunista, escribiera en el mismo periódico un artículo que fue flor de fango, donde recordaba algunas cuestiones elementales del Estado de Derecho que eran muy difíciles de recordar entonces en Cataluña. Y donde había lugar para este noble párrafo: «Creo que tengo ahora el deber, como ciudadano, de decir que estoy en absoluto desacuerdo con él [Pujol] cuando proclama que la presentación de una querella contra los antiguos dirigentes de Banca Catalana es un ataque contra todos los catalanes. Me considero tan catalán como él y no me siento atacado». Sería ocioso decir lo que sucedió a partir de aquel momento. Y la clase de ostracismo en que se instaló al disidente en aquel clima asfixiante y unánime, tan parecido al actual.
La confesión de Pujol, cuyo análisis somero revela que se trata más de una confesión ante Dios que ante los hombres, más de un pecado que de un delito; que incluye hasta la expiación y donde claman por su ausencia detalles laicos como la cantidad de dinero evadido o el nombre del testaferro que se ocupó de la herencia de papá, destruye de cualquier modo la atenuante patriótica de las ilegalidades. La evidencia de que durante cada minuto de los 23 años que duró su mandato la Presidencia de la Generalidad estuvo en manos de un evasor fiscal es insoportable para el tópico del fer país y se aproxima mucho más al tópico manejado por el doctor Johnson. Es decir, al patriotismo como refugio del crimen. Tener decenas de millones de las antiguas pesetas en el extranjero no sólo revela un delito fiscal, incompatible con formar parte de la élite que elabora y decide las leyes fiscales. Es que, en el caso del político, y aún más del político obstinado en la construcción nacional, exhibe una lacerante desconfianza colectiva. Una desconfianza en la propia nación que con la mano desocupada va construyéndose.
La confesión abre también un interesante panorama en Cataluña. Los delitos de los que se le acusa obligan a su sucesor, Artur Mas, a acabar con el estatus de ex presidente de la Generalidad de que disfruta Pujol y a su destitución como presidente fundador del partido. Un evasor fiscal no puede disfrutar de los privilegios de cargos que ejerció ilegítimamente ni puede representar ¡honoríficamente! a ningún partido político.
Pero más allá de las decisiones que tomen con él sus pares está la reacción de los ciudadanos. Me escribía ayer un querido amigo: «¿Cómo va a reaccionar una población cuya conciencia ha sido comprada a lo largo de muchos años? ¿Saludarán al ex honorable en las reuniones sociales, en los descansos de jornadas y conferencias, en las fiestas mayores y demás kermeses menestrales?». Es decir, y esta es la pregunta brutal: ¿Seguirá manteniendo la mayoría de los ciudadanos de Cataluña esa reacción de simbiosis con el nacionalismo, esa identificación autofágica donde Cataluña era Pujol y Pujol era Cataluña, a riesgo de que además de patriotas los llamen defraudadores?
En cuanto a él, sólo va a ahorrarse una vergüenza. No le arrancarán, como a otro gran defraudador, aquel Enric Marco, la Creu de Sant Jordi. Nunca la tuvo. Nunca la tendrá.
ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 27/07/14