Rubén Amón-El País
El compromiso ético del pensador resiste al fanatismo y al buenismo contemporáneos
Si no fuera por las gafas o por el estrabismo con que los dioses han matizado la clarividencia mental de Savater, el busto de Savater podría ubicarse en la repisa de los filósofos del Museo Capitalino de Roma. O hacerlo en el de Atenas, compartiendo linaje con los maestros presocráticos que dieron origen al pensamiento como respuesta a la incertidumbre del mundo.
Y no es cuestión de restringir los pasos Savater al pórtico de los estoicos o al recorrido circular de los peripatéticos. Savater encontraría parecido acomodo entre los preceptores de la familia Medici. Formaría parte de los fajadores de la Ilustración. Y podría haber sustituido a Andreas Wasianski en los últimos días de Kant, ayudándole con el candil en sus noches de insomnio.
Savater habría redactado la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Y habría cedido el asiento a Rosa Parks, como la dio la cara por sus vecinos y sus gentes cuando ETA corrompió la democracia española y pretendió reventar la convivencia lejos de las metáforas.
La noticia es que Savater sigue molestando en su impertinencia intelectual. Porque le gustan los toros. Es incómodo e incorrecto profesar estas aficiones en la sociedad de la mascota. Y Savater añade a sus conductas sospechosas la devoción a las carreras ecuestres, ahora que el dogmatismo animalista las considera ejercicios de tortura y humillación.
Pero no capitula el filósofo. No lo hizo en los años de plomo. Ni lo hace ahora, cuando la propaganda independentista trata de degradarlo a la categoría de reaccionario. Y reaccionario nunca ha sido Savater. Ni revolucionario. Ha sido un predicador inagotable de la ética. Un hombre comprometido con el laicismo, la ilustración, los derechos, la razón. Un divulgador sin concesiones a la demagogia ni al sectarismo. Ni a la simpleza. Un ensayista que ha opuesto muchas preguntas y algunas respuestas a las congojas de nuestra sociedad.
Y puede que la gran batalla haya sido la que ha emprendido contra el oscurantismo. El religioso, el político, el cultural, no digamos el fanatismo nacionalista. Savater no ha dejado de molestar con su rechazo al puritanismo, pero también con la refutación a la corrección aséptica de la progresía. La libertad de expresión está amenazada. Se halla bajo sospecha la transgresión. Y hasta las artes se encuentran expuestas a una mirada púdica que aspira a redimirlas.
Savater, en cambio, ha llegado a tiempo de redimirnos del buenismo. Por eso no hay manera de clasificarlo ni de simplificarlo. Savater no es sólo un filósofo, un pensador. Es un estado de conciencia que sobrevive a la coyuntura. Un peine del viento, por mencionar la parábola de Chillida en la Donosti donde el sabio habita. André Gide recomendaba huir de quienes dicen haber encontrado la verdad, pero aconsejaba seguir a quienes la buscan. Por eso Savater es la luz en la que algunos o muchos -no lo sé- encontramos una salida a la oscuridad cada vez que ésta nos acecha.