Cristian Campos-El Español
El que sí los cornea todavía es Donald Trump, lo que da la medida de la profundidad del mar de infructuosa melancolía en el que chapotea hoy Iglesias.
Por supuesto, las cloacas no existen, al menos tal y como las describe Podemos.
Tampoco existe ninguna conspiración en contra de Podemos, sino, como ha ocurrido siempre, grupos e individuos que protegen sus intereses económicos, personales y profesionales presionando en la medida de sus fuerzas y de su presupuesto para que sean unos partidos políticos, y no otros, los que ocupen el poder.
La realidad es que, como ocurre en el caso de los catalanes, de los que se habla en el resto de España la décima parte de lo que ellos creen, Podemos es sólo una molestia coyuntural para esos «poderes en la sombra» de los que habla Iglesias. Aunque sólo sea porque los planteamientos de esos poderes son a largo plazo y los de un partido de aluvión y sin estructura como Podemos no van más allá de dos o tres legislaturas.
La distinción entre presión, coacción y estrujamiento depende además del color político del presionador, coaccionador o estrujador. Los del bando propio son lobbies. Los del bando contrario, cloacas conspirando para alterar el resultado de las elecciones.
Algunos raros incluso ejecutan esa presión a beneficio de inventario y por su convicción de que determinados partidos o ideologías son intrínsecamente dañinas y merecen permanecer lejos del poder por una cuestión de elemental salud social.
Iglesias, él más que nadie, sabe de lo que hablo. Porque nadie ha timoneado mejor esos grupos de presión que la izquierda. Por eso él se reía, en su época de revolucionario vallecano, cuando le preguntaban por la posibilidad de un ministerio. Porque su verdadera obsesión, decía, era el control de RTVE. Descartada la posibilidad de que Iglesias aspirara a convertirse en el Bob Woodward nacional, sólo queda la de que su objetivo no fuera otro que manipular la información que reciben los ciudadanos.
Es decir, la de hacer exactamente aquello de lo que él acusa a Ferreras.
Digamos, en fin, que no son menos nobles las motivaciones de aquellos periodistas que consideran a Podemos un cáncer de la política, y que han actuado en consecuencia como quimioterapeutas desde sus tertulias y sus columnas de opinión, que las de aquellos periodistas que se han sentado en la moqueta del Congreso a una orden del pastorcillo de cabras Iglesias o que las de aquellos que le han mendigado amistad a cambio del privilegio de dar la exclusiva de sus cortes de pelo.
[Y que ahora, por cierto, andan mendigándosela a Yolanda Díaz a la vista de que Iglesias ya no le importa a nadie desde que Isabel Díaz Ayuso le echó de la política].
No es el caso de Ferreras, cuyo negociado no es tanto el periodismo como el entretenimiento (el porcentaje de lo uno y de lo otro lo pone usted), y que en el tema que nos ocupa decidió privilegiar en 2016 el segundo en detrimento del primero.
Es debatible que Ferreras hubiera hecho lo mismo si la noticia falsa afectara al PSOE en vez de a Podemos. Pero lo que parece obvio es que en su cabeza el debate nunca fue deontológico, sino empresarial. «¿Cuántos puntos de audiencia me hará subir esta fake new sobre Podemos?».
Y esto no es debatible. Porque sólo un adolescente, o alguien que no entienda cómo funcionan las televisiones, las grandes empresas de medios y el periodismo, podría pensar diferente. Es más. Ni siquiera Iglesias lo piensa.
Otra cosa es el teatro. Terreno en el que, ahí sí, Iglesias despunta.
La posibilidad, además, de que la cadena de televisión que más ha favorecido los intereses de Podemos desde su irrupción en la escena política española aparezca ahora como la ejecutora de una operación de desprestigio contra los morados sería cómica si no fuera caricaturesca. Más afinan los que apuntan al africano odio que se profesan Ferreras y Jaume Roures, el marionetista que mueve los hilos de Iglesias.
Y más interesante todavía es la respuesta a la pregunta de por qué Pablo Iglesias, que jamás habría conseguido sin la ayuda de La Sexta los 69 escaños de 2015 (el mejor resultado histórico de Podemos), arremete hoy contra su viejo benefactor.
Y la respuesta es obvia. Porque Iglesias no soporta la idea de pasar a la historia como el político fracasado que hundió Podemos y al que Ayuso condenó al tipo de vida que llevan los periodistas jubilados cuando cumplen los 80: un par de columnas y un par de tertulias desde las que maldecir las nubes junto a otros señalados ancianos.
Por supuesto, pasar a la posteridad como el hombre que pudo ser presidente y que no lo fue por una conspiración del Madrid profundo es más épico que la triste realidad.
La de que con Podemos acabaron 1) el chalet de Galapagar y el posterior referéndum entre sus militantes, 2) la indigencia intelectual de sus líderes, 3) sus conexiones con las dictaduras hispanoamericanas, 4) el nepotismo que supuso elevar a la categoría de ministra a la pareja de Iglesias, por no hablar de otras tantas promociones de otras tantas féminas pertenecientes a su círculo interno, 5) la ley trans, 6) su feminismo delirante, 7) el hecho de convertir en víctimas de un fantasmal heteropatriarcado a secuestradoras de niños condenadas por la Justicia, 8) la alianza con golpistas y proetarras, 9) el abandono de las clases trabajadoras y sus intereses en beneficio de la chatarra intelectual de los identitarismos de la alta burguesía neoyorquina blanca, y 10) una miríada de pequeños escándalos, el último de los cuales es el viaje neoyorquino de Irene Montero, que han dejado claro que Podemos es poco más que el proyecto de enriquecimiento personal de un puñado de activistas con ínfulas de aristócrata.
La Sexta, sí, viró hace dos años y medio su rumbo en favor del PSOE y en detrimento de Podemos. La evidencia de que los morados ya no funcionaban entre la audiencia, junto a la de que conviene llevarse bien con el PSOE, y mejor todavía con Pedro Sánchez, acabaron por decantar la balanza.
Que Pedro Sánchez haya concedido más entrevistas a La Sexta que a todas las televisiones restantes juntas es la prueba de que ese viraje tuvo recompensa. Yo, en el lugar de Ferreras, habría hecho lo mismo. Como cualquier periodista con dos dedos de frente.
La realidad es que Iglesias es ya poco más que el Carles Puigdemont de la extrema izquierda. Un tipo que generaba titulares hace dos años, pero que hoy no aparecería en ellos ni aunque se paseara desnudo con una motosierra por el Parlamento Europeo.
Pero lo que deprime a Iglesias, lo que le deprime de verdad, es constatar que él se metió en política para manipular las televisiones públicas y que ha acabado siendo manipulado por una televisión privada. Y por un periodista cuya influencia entre la izquierda ha sido, es y será mucho mayor que la que él tuvo jamás.
Yo, en el fondo, entiendo el cabreo del pobre Iglesias, como entiendo el de cualquier otro yonqui de la atención ajena. Pero para eso tiene un podcast en Público: para quejarse de las nubes y ver conspiraciones de los Sabios de Sión allí donde sólo hay Villarejos.