Manuel Mostaza Barrios-El Mundo
- El autor destaca que el ingreso en prisión de Puigdemont en Alemania es una buena metáfora de cómo funcionan los Estados europeos en el siglo XXI y pone en evidencia lo absurdo de las ensoñaciones nacionalistas.
EL INGRESO en una prisión alemana del ex presidente del Gobierno catalán, Carles Puigdemont, en cumplimiento de la orden dictada por el Tribunal Supremo español es una buena metáfora del funcionamiento de los Estados europeos en los albores del siglo XXI: un juez español dicta una orden y la policía alemana la ejecuta sin preguntar, a miles de kilómetros de Madrid. Un ejemplo también de cómo ha cambiado la idea de soberanía sobre la que se edificaron los Estados nación en el siglo XIX: un concepto ligado en su origen a la divinidad y a la majestad de Dios, el atributo que permite ser y no ser a la vez; la cualidad de no recibir órdenes de nadie e imponer por tanto siempre la propia voluntad. Una categoría que, por lógica, sólo podía aplicarse al Ser Supremo. Con el paso del tiempo y la llegada de la modernidad, ese atributo se predicó de los reyes primero y, con la emergencia de la nación como ficción cultural, se comenzó a predicar del Estado nación a partir del siglo XIX.
Esta metáfora de ser una nación soberana se entendía entonces aplicada a la posibilidad de gestionar los elementos más relevantes de la vida diaria de un país sin tener que rendir cuentas a terceros: emitir moneda, tener un ejército, decidir sobre la vida y la muerte de los ciudadanos, aprobar leyes, etcétera. Durante el último tercio del siglo XIX y mientras se forjaba el sueño romántico de la nación, tanto los imperios como las viejas monarquías europeas se pusieron con naturalidad a construir su nación soberana partiendo de una premisa básica: un territorio sólo puede ser de una nación y a cada nación le corresponde un Estado. El trabajo suponía la estandarización de la lengua (lo que en muchos casos significaba directamente la construcción de una, como pasó en Grecia o en Bulgaria), el monopolio de la emisión de moneda, la transformación de las fuerzas del rey en un ejército nacional, la regulación a través de leyes de los aspectos más básicos de la vida diaria, y presencia en todos los rincones del territorio a través de figuras que en España tomaron la forma, por ejemplo, del registrador de la propiedad, el juez de primera instancia, el Instituto o la Guardia Civil.
Esta ficción de la nación que se dota de un Estado para garantizar su supervivencia milenaria (y que, de paso, enfatiza unos momentos históricos mientras olvida de manera cuidadosa otros) no ha cambiado en sus atributos más básicos y sigue en la cabeza de los nacionalismos subestatales hoy en día. Estaba en la mente de los nacionalistas letones a finales de los 90 y está hoy en la cabeza de las élites, de origen mayoritariamente rural, que dirigen los nacionalismos vasco, gallego y catalán en nuestro país.
El problema es que la vida no se detiene y, después de las dos aterradoras guerras que sufrieron en el siglo XX, los europeos entendieron que los Estados nación son demasiado agresivos para con sus vecinos y que la opción de empezar a poner en marcha espacios de articulación política alejados del Estado étnicamente homogéneo era una buena herramienta para garantizar un futuro en paz en el continente. De ahí que a partir de 1945 se optara por ceder soberanía a un nuevo sujeto de características imprecisas que hemos acabado conociendo como la Unión Europea.
Fruto de este proceso, pocos años después, los Estados miembros carecen hoy de los elementos que definían la soberanía hasta hace pocas décadas, de ahí que la policía alemana obedezca sin problemas las órdenes de un juez español: ahora los Estados miembro no emiten su propia moneda, no pueden disponer sobre la vida de sus ciudadanos (la pena de muerte está abolida de facto en todos ellos), su presupuesto ha de tener el visto bueno de la Comisión y, lo que es más fascinante, una parte muy relevante de sus leyes no son en realidad más que la transposición de regulación aprobada en Bruselas (en algunos casos ni eso, ya que los Reglamentos entran en vigor sin que el Estado pueda hacer nada por evitarlo). La propia Defensa, un ámbito clave en la soberanía, lleva años supeditada a las directrices de la OTAN y es posible que, en pocos años, la cooperación en materia militar que supone la PESCO erosione finalmente la capacidad militar unilateral de los Estados.
Sin embargo, la crisis secesionista que se está viviendo en Cataluña nos ha enseñado que esa comunidad imaginada que es la nación sigue teniendo hueco en el imaginario emocional de una parte de los ciudadanos europeos, aquéllos que se sienten nacionales de territorios que no tienen Estado propio. El problema es que ese imaginario, legítimo, es cada vez menos funcional y menos relevante en un mundo global en el que la soberanía de los Estados es puesta en entredicho a diario, como han podido comprobar los líderes del secesionismo catalán.
De ahí que el drama sea que, aunque compartamos espacio con ellos, ni compartimos la misma escala temporal, ni nuestros imaginarios colectivos son los mismos, sino que discurren en realidad en paralelo. Su rechazo a la modernidad y a lo que ésta supone en nombre de las esencias de la nación es un discurso del siglo XIX que obvia los cambios habidos durante el siglo XX. Esa idea de construir la nación, la idea de la patria que se pone en marcha (con las korrikas en el País Vasco o las vías catalanas como metáfora…), hasta dotarse de un Estado que disponga de todos los atributos de la soberanía, choca de manera frontal con la realidad de un mundo interconectado en el que los rivales no son los vecinos, sino que están a miles de kilómetros y viven en continentes lejanos.
En el fondo es la lucha, la vieja lucha, nuestra querida lucha, entre la melancolía de un pasado que nunca existió y el tiempo frío de la modernidad: entre el carlismo y el liberalismo, por usar términos que a los españoles deberían sernos familiares. El sueño de un mundo homogéneo y monolingüe, un mundo en el que honrados labradores, temerosos de su Dios y orgullosos de su raza, no conocían aún el desarraigo de la modernidad ni habían cedido a la tentación de la emigración hacia un mundo plural en el que sus hijos perderían para siempre sus identidades de origen. Por eso, del Hernani o del pueblo de Berga gobernado por carlistas en el siglo XIX al actual, gobernado por la extrema izquierda antiglobalizadora del siglo XXI, hay menos diferencias de las que puede parecer: ambas ideologías predicaban un retorno imposible a un pasado imaginado en el que el súbdito, feliz, se subordina a la comunidad a la que pertenece por derecho de sangre, frente a las alternativas electivas de la modernidad.
EL DRAMA real es que es muy complicado explicar a los que siguen atrapados en ese bucle que en el año 2018, en una democracia europea, no hay identidades con un plus de legitimidad, porque los Estados no son nacionales sino de derecho, y por eso todas las identidades que respetan la ley son igual de legítimas: por resumir, tan vasco es hoy el nieto de un campesino de Ordicia como el de unos obreros inmigrantes de Baracaldo.
En la mejor escena de La pelota vasca, el mediocre documental que Julio Medem filmó en 2003 para dar a conocer la cosmovisión que el nacionalismo tiene del País Vasco, el ex etarra Arnaldo Otegi realiza un monólogo de unos 20 segundos en los que señala, de manera literal: «Pensamos que el día en que en Lequeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americana, y todo el mundo vista ropa americana y deje de hablar su lengua para hablar inglés y todo el mundo esté, en vez de estar contemplando los montes, funcionando con internet, pues para nosotros ese será un mundo tan aburrido tan aburrido que no merecerá la pena vivirlo».
Tantos años atemorizados, sabiéndonos en su punto de mira, y resulta que su problema no era con España. Su problema es, siempre lo ha sido, con la modernidad…
Manuel Mostaza Barrios es politólogo.