Decepciona enormemente que el histórico deshielo de las relaciones entre Washington y La Habana, con una visita oficial incluida del presidente Obama en marzo, no haya servido para avanzar nada en la senda democrática. En el último Congreso del Partido Comunista los jerarcas del régimen dejaron claro que en la isla no se iba a mover nada en este sentido. Hoy Raúl Castro –en el poder desde 2008, cuando su hermano Fidel se retiró a un segundo plano por enfermedad– sigue gobernando con mano de hierro y con el apoyo sin fisuras de un partido único que probablemente ya ha perdido la última oportunidad para iniciar un proceso de transición controlada desde arriba.
Seguimos creyendo que Obama acertó con su giro de política hacia Cuba. Era imprescindible derribar el último vestigio de la Guerra Fría y no se podía seguir tratando a toda la población cubana como rehén de la sinrazón del régimen que la gobierna. Y no le falta tampoco razón al presidente de EEUU cuando pide al Congreso de su país que se ponga de una vez fin al embargo, entre otras razones porque éste hace mucho tiempo que sólo sirve de coartada a los Castro para enmascarar la absoluta ineficacia de su gestión económica. Pero dicho esto, no es admisible que la Casa Blanca se haya limitado a propiciar una liberalización en la isla de sectores estratégicos en los que las propias empresas estadounidenses están muy interesadas, y que a cambio no esté exigiendo el cese de la represión. No se puede condenar a los cubanos a vivir bajo estas condiciones eternamente. Y la comunidad internacional no puede mirar hacia otro lado mientras la vieja dictadura comunista se transforma en un régimen similar al chino o al vietnamita, en el que cierta forma de capitalismo financiero y empresarial convive, no sin tensiones, con un férreo control policial de la población.
Pasos diplomáticos de tanto calado como el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba deben estar muy medidos para evitar el más pernicioso de los efectos: el de blanquear a un régimen que sigue estando en los primeros puestos, año tras año, en todos los informes sobre violaciones de los derechos humanos. También preocupa, en este sentido, que la expansión del turismo favorecida por la decisión de Obama no redunde en una mejora de la calidad de vida de los cubanos, sino sencillamente en el apuntalamiento del castrismo.
Y no olvidemos que Washington y otras potencias occidentales se encuentran hoy con mayor capacidad de ejercer presión sobre Cuba, entre otros motivos porque la economía de la isla vuelve a estar en una situación alarmante. A punto de entrar en recesión, ya ha empezado a resentirse por el cierre del grifo petrolero que a modo de salvavidas le abrió el régimen chavista en la época de vacas gordas de Chávez. Hoy Maduro a duras penas puede mantener una mínima parte del subsidio a sus amigos, los hermanos Castro.
De ahí que EEUU deba extremar la vigilancia sobre los acuerdos económicos y supeditar su ampliación a que haya reformas democráticas. La Comisión Cubana de Derechos Humanos certifica que en lo que va de 2016 está pasando lo contrario: se ha incrementado la represión, con más de 6.500 detenciones arbitrarias para acosar a la oposición. Nada hay, por tanto, que celebrar hoy en el 90 aniversario de Fidel, cuya sombra sigue siendo demasiado alargada y pesada.