Ignacio Camacho, ABC, 24/9/12
El gran error de Mas ha sido permitir que su reclamación de un pacto fiscal no tuviese otro plan B que el de la fuga
EL nacionalismo no es una ideología sino una creencia. Su ingrediente sentimental y victimista es tan potente que puede oscurecer o anular incluso sus propias reivindicaciones pragmáticas. Es lo que ha empezado a suceder en Cataluña, donde la reclamación soberanista, impulsada por motivos financieros, se ha desbordado hasta un punto que amenaza con llevar a la comunidad al desastre económico. Arrastrada por el torrente identitario, la sociedad catalana se está sumergiendo en un debate emocional capaz de arrastrarla mucho más allá de donde quería ir al plantear la mejora de sus condiciones fiscales.
En medio de este turbión que la dirigencia política no logra controlar pese a intuir el peligro que representa para sus intereses, la racionalidad está a punto de disiparse en beneficio de una intensa radicalidad emotiva. El mito independentista ha superado con su aura romántica la demanda de un reparto fiscal más favorable, ante la torpeza de unos gobernantes sobrepasados por los acontecimientos y con tal falta de liderazgo que ahora no son capaces de explicar lo que significaría la secesión a una opinión pública enfebrecida. Artur Mas y los suyos han emprendido una fuga hacia adelante creyendo que pueden abrir a machetazos un camino legal intermedio por el que salirse del laberinto en el que se han metido. Pero el delirio separatista, alentado por ellos mismos, ha calentado ya la temperatura hasta un punto en que son muchos los ciudadanos catalanes convencidos de que la independencia depende poco menos que de un simple trámite administrativo. Y se niegan a admitir, precisamente por el fuerte componente pasional e intangible de su creencia —o de su quimera, como ha escrito el Rey—, que al otro lado de una hipotética soberanía propia, fuera del euro y de la UE, no les espera un paraíso sino una verosímil caída en el abismo del empobrecimiento sobrevenido.
El gran error de Mas ha sido permitir que su reclamación de un pacto fiscal constitucionalmente imposible no tuviese otro plan B que el de la huida. Excitado por la febril simbología del soberanismo viajó a Madrid como un líder que consume la última oportunidad de evitar un conflicto entre naciones. Ahora se siente tal vez empujado hacia donde no quería ir porque su pragmatismo intuye que se trata de un terreno en el que siempre le van a llevar ventaja los más exaltados. Y aunque no lo sepa, necesita ayuda de esa España a la que blasona de hacer frente. Una ayuda que Rajoy no le debería negar porque aunque no le corresponda facilitarle la salida a quien se presenta como adversario, su responsabilidad incluye preservar en lo posible al país de conflictos inoportunos que comprometen aún más nuestra ya menguada reputación colectiva. Y porque muchos procesos históricos se aceleran hasta el vértigo porque nadie cierra a tiempo el grifo que se han dejado abierto los visionarios.
Ignacio Camacho, ABC, 24/9/12