ABC 29/12/15
IGNACIO CAMACHO
· La actual eclosión antisistema es el fruto de un clima nihilista incubado en la frivolidad de la política-espectáculo
MÁS por culpa de la rigidez dogmática de los partidos, incapaces de atravesar sus barreras sectarias, que del veredicto electoral en sí mismo, la estabilidad de España está ahora mismo en manos de los enemigos del sistema. Bien de una banda ácrata que se complace en retorcer con dominical alevosía las contradicciones de una clase dirigente instalada en el delirio, como sucede en Cataluña, bien de un partido de corte leninista cuyos líderes proclaman sin tapujos su voluntad de asaltar el Estado constitucional para refundarlo bajo un régimen de populismo bolivariano. Colapsada por un bloqueo político múltiple, la cuarta potencia económica de la UE parece dispuesta a dejar su futuro en manos de unos grupos de exaltados anticapitalistas sobre los que en cualquier país de características similares recaería un dicterio de aislamiento. Entre nosotros, sin embargo, es la derecha democrática la que está rodeada de un insólito cordón de rechazo ideológico.
La eclosión antisistema –cinco millones largos de votos– es el fruto de un clima nihilista incubado durante tres años en la frivolidad de la políticaespectáculo. Los estragos de la crisis han sido amplificados en la televisión mediante una vistosa narrativa del desastre que transmitía a la opinión pública la percepción de un país arrasado, una especie de Zambia trasplantada al Mediterráneo. Los partidos dinásticos, encogidos de remordimiento ante sus responsabilidades en la corrupción, contemplaron en silencio el discurso apocalíptico que los demolía señalándolos como autores de una especie de genocidio económico. Cada noche de sábado crepitaba en las tertulias el relato hiperbólico de una nación devastada, elaborado por elocuentes tribunos oportunistas que no tardaron en alzarse sobre los escombros enarbolando un programa de ruptura catártica: la lógica del destrozo exigía el resarcimiento emocional de una revancha. Perdedores y rendidos de antemano en la batalla del agitprop, los agentes políticos convencionales han asistido al proceso de su propia destrucción abducidos por el sentimiento de culpa de una versión caraqueña del síndrome de Estocolmo.
El gran fracaso del llamado régimen –otra etiqueta despectiva que se ha dejado colgar– ha consistido en su sometimiento acomplejado a esa inculpación sumarísima, en su pasiva aceptación del rol villano. El resultado de las elecciones ha venido a ahondar esa sensación de parálisis cataléptica que entrega el protagonismo a los profetas de la telecracia, los únicos que actúan sin vacilaciones. Hasta el Partido Socialista ha disuelto su veterano orgullo de estabilizador estructural para quedar apocado a merced de quienes pretenden liquidarlo. Si los pilares del sistema no recuperan la autoestima estaremos a merced de un activismo de índole revolucionaria. Y en el vértigo de los procesos históricos suelen triunfar los que menos dudas ofrecen.