SARA HIDALGO GARCÍA DE ORELLÁN-EL CORREO
- Reflexionemos sobre cómo estamos trasladando a los jóvenes qué fue ETA
Estamos en verano y, al igual que hablamos de que el calor suele ser insoportable, vuelve a aparecer la cuestión de las fiestas en los pueblos y ciudades vascas y los enaltecimientos al terrorismo etarra. Un asunto ya viejo y sobre el que todavía se sigue debatiendo desde diferentes sectores.
La historia de las fiestas populares en los municipios vascos y el enaltecimiento del terrorismo fue uno de los elementos centrales de ETA y el nacionalismo vasco radical para ejemplificar su hegemonía en el espacio público. El historiador Manuel Montero en ‘Voces vascas’ describe cómo, durante los años que duró el terrorismo, las fiestas se convirtieron en encuentros colectivos definidos por, entre otros elementos, la «sacralización doctrinal» entre la que se incluía la reivindicación de los presos etarras y del derecho de autodeterminación.
Durante la etapa de la estrategia de la «socialización del sufrimiento», a partir de mediados de los 90, se ideó un sistema que buscaba lograr la hegemonía del espacio público -«la prioridad es la calle», decía la famosa ponencia Oldartzen de Herri Batasuna que sirvió de corpus ideológico de esta estrategia-. La hemeroteca está plagada de imágenes de fiestas de los años 90 y 2000 en las que la cartelería de los presos etarras -donde no faltaban ni la reivindicación de su acercamiento ni las imágenes con sus caras, ni tampoco las frases exaltadoras de sus acciones- y el emblema de ETA del hacha y la serpiente eran la tónica habitual.
En ese contexto no eran raras las agresiones a personas que estaban en el punto de mira de la banda y se acercaban a estos eventos colectivos donde podían ser ‘reconocidos’. Lo habitual era el insulto, quizás el escupitajo, el empujón, la patada, y esto podía ir in crescendo hasta la paliza. Acciones todas ellas que excluían, que ponían en evidencia pública al ‘otro’ al que había que marginar o expeler de la colectividad. Por ello, en esta época hubo mucha gente que hizo un ejercicio de autoexclusión de estos rituales de festividad colectiva, por verse en peligro, por no poner en peligro a sus acompañantes o simplemente porque no les apetecía un contexto en el que el alto voltaje ambiental potencialmente podían derivar en situaciones de auténtico peligro para su integridad física.
Con esto, ETA y su difuso entorno trataban de hacer visible su ascendiente social, mandar el mensaje de que la calle, el espacio público, era su territorio y, por ello, defendieron con uñas y dientes que nadie les arrebatara tal hegemonía en las ocasiones en que algunos intentaron ponerla en cuestión. Además, no hay que olvidar que las fiestas de los pueblos constituían -y lo siguen haciendo- acontecimientos de suma importancia para la juventud, ya que viven en ellas muchos ritos de paso de esta etapa vital y por ello son buenos escaparates donde difundir ideas que potencialmente pueden calar entre este sector social.
Con el fin de ETA se ha producido todo un recorrido emocional, de debate social e incluso de debate jurídico a lo largo del cual se ha discutido sobre qué hacer con ese pasado. Y aquí el asunto de las fiestas y los enaltecimientos al terrorismo ocupan un lugar importante. La controversia todavía está candente, y este agosto, plagado de celebraciones, hemos vuelto a escuchar las denuncias de asociaciones de víctimas del terrorismo.
Esta cuestión debería hacernos reflexionar como sociedad, hacernos pensar qué ha sido el terrorismo de ETA, cuál ha sido la experiencia del mismo -tanto a nivel individual como colectivo-, qué consecuencias ha tenido tanto para las víctimas como para nuestra sociedad y cómo podemos gestionar ese pasado. Y en esa gestión, es fundamental la educación de las generaciones jóvenes que no han vivido esta etapa histórica en primera persona y que sólo conocen este fenómeno por lo que escuchan o leen. La Historia puede ayudar en este proceso, pues acerca el pasado de una manera rigurosa y científica para que la juventud pueda entender que el terrorismo no es forma de solucionar las discrepancias políticas. Además, a través de la Historia pueden conocer ese fenómeno, porque sin conocer es difícil empatizar con quienes vivieron y sintieron la violencia terrorista en Euskadi. Y no olvidemos que la empatía es la primera piedra para poder construir una convivencia sólida y respetuosa, alejada de pensamientos totalitarios y excluyentes.
Escribía el historiador Lucien Febvre que la historia es comprender y hacer comprender, y por ello, los y las historiadoras hemos de mostrar los hechos del pasado para contribuir a la reflexión en el presente. Reflexionemos pues sobre cómo estamos educando a las futuras generaciones vascas sobre qué ha sido el terrorismo de ETA, y quizás una buena forma de empezar sea por pensar qué hacemos con las fiestas.