Este Gobierno está convencido de que el lenguaje crea realidades. Yo tengo mis dudas. Creo que las designa y las define, sí. Pero la realidad es la que es y para modificarla, en caso de que sea necesario, para paliar injusticias o rectificar errores, para mejorarla, lo más práctico y efectivo es actuar sobre ella. Llámenme pragmática.
Lo que sí hace muy bien el lenguaje es maquillar la realidad a pocas ganas que se le ponga. Y eso lo ha entendido perfectamente Pedro Sánchez, que se ha convertido en un maestro del eufemismo.
Durante la pandemia, esta tendencia suya a renombrar hermoseando tenía cierta gracia. Al fin y al cabo, no engañaba a nadie. A nadie que no quisiera ser engañado, claro, y podía uno hacer apuestas consigo mismo a cuenta de la creatividad enunciativa del presidente.
Así, cuando él decía, poniendo morritos y actitud lírica, que entraba en vigor una restricción de la movilidad nocturna, ya sabíamos todos que se trataba de un toque de queda como un día de fiesta.
Anunciaba una ligera desaceleración económica internacional, y nos preparábamos para una crisis gorda de las de toda la vida.
Y si anunciaba que se recurriría a líneas precautorias sin condicionalidad macroeconómica, rescate europeo que te crio.
Digo que la cosa podía tener gracia entonces porque la realidad seguía siendo la misma, aunque lo dijeran lindo, y todos lo sabíamos. A veces me recordaba a mi madre cuando llamaba «ojitos de rana» a los guisantes o «arbolitos» al brócoli en mi infancia, en un último y desesperado intento de que no sólo me comiese la verdura, sino que lo hiciese con entusiasmo y convencimiento. Podría resultar hasta tierno si no estuviésemos hablando del presidente del Gobierno tratando a la ciudadanía como párvulos.
Ahora se da un paso más allá en esta tendencia al trile de la retórica con los contratos fijos discontinuos. Con la entrada en vigor de la reforma laboral, que convierte en norma el contrato fijo, haciendo que su modalidad discontinua sea la alternativa perfecta a la temporalidad (ahora excepción) en la práctica.
Lo perverso de este nuevo término vaselina es que, casualmente, cuando se deje de trabajar bajo este tipo de contrato, no se contemplará al individuo que se vea en tal quite como desempleado, sino como «demandante de empleo no parado» (ahí tienen otro de sus eufemismos, de nada). Así que, estadísticamente, no pasará a engrosar el porcentaje de parados, porque no es parado aunque no trabaje y demande empleo.
¿Me siguen? A menos parados, menos paro. Y a menos paro, más empleo. Y a menos contratos temporales y más contratos fijos discontinuos, más contratos indefinidos y menos temporalidad. ¿Dónde está la bolita? Apueste, caballero.
No sé de qué nos sorprendemos a estas alturas, la verdad. Este Gobierno soluciona igual todos los problemas: redefiniendo.
Si todo es ultraderecha, él es la única alternativa moralmente legítima.
Si se puede pasar de curso con asignaturas suspendidas, no habrá repetidores y, por lo tanto, descenderá el fracaso escolar.
Si se considera violencia machista todo caso incoado, independientemente de que se demuestre finalmente como falso o como cierto, la violencia machista aumentará y se justificará todo despilfarro en un chiquipark ministerial.
Sánchez, el que llamaba «encuentro informal» con el presidente de los Estados Unidos a asaltar a Joe Biden en un pasillo como si fuese a venderle romero a las puertas de la Alhambra, está convencido de ser un tahúr de la dialéctica.
En realidad, no es más que un trilero de la retórica, un alicatador semántico. Y ya sabemos todos que la bolita está escondida entre sus dedos y que debajo de los lindos azulejos sigue estando la misma mierda.