HASTA UN periodista que tuviera prohibido por contrato el uso de metáforas habría dicho ante la declaración judicial de Félix Millet que se trataba del final de un régimen. Esta declaración y la de Jordi Pujol i Soley ante la comisión de investigación del parlamento de Cataluña señalan la cima inaccesible adonde ni siquiera Boadella supo llegar. Es la destrucción el común destino de todas las cosas de este mundo, ¿pero toda destrucción ha de tener este aire cancerígeno? ¿No hay la posibilidad de una cierta nobleza ante lo inevitable? ¿Acaso lo inevitable no cultiva su propia dignidad? Me queda lejos, pero lo digo para irme preparando.
Ahora bien, sería incorrecto deducir que en la expresión «cambio de régimen» están incluidos solamente el pujolismo o el nacionalismo. Declaraba Millet con todo lujo escabroso de detalles sobre Convergencia y el 4%, pero yo pensaba sobre todo en Ferrovial y Rafael del Pino, su filantrópico señor. Convergencia es un partido destruido. El catalanismo es un movimiento político –de 174 años de edad, si tomamos como nacimiento la aparición de la revista Lo verdader català– destruido. No hay corrupción institucional y civil como la de Cataluña, si se descartan los tres trajes valencianos que pagó de su bolsillo Francisco Camps. De acuerdo. ¿Pero y Ferrovial, la gran empresa de infraestructuras de la modernidad española?
Ferrovial contribuyó durante muchos años a la financiación ilegal de Convergencia según reconoció ayer Millet, que por reconocer reconoció incluso que le financiaba a él. Bastaría este asunto para esperar de la empresa alguna explicación, que fuera más allá de ese comunicado sobre «tolerancia cero con la corrupción» que, después de tantos años, ayer hizo público con una urgencia algo enrojecedora. Es verdad que dos de sus directivos se sientan en el banquillo y que el juicio no ha acabado. Pero tampoco ha acabado para Convergencia y está destruida. No se ve en este caso qué debe diferenciar a corruptor y corrompido. Mucho más necesaria, la necesidad de una profunda explicación pública, cuando Ferrovial no solo ha financiado a un partido político sino a un movimiento político cuyo objetivo, hoy plenamente manifestado, ha sido la destrucción del Estado democrático. Es perfectamente justo el habitual reproche a la burguesía catalana sobre la pasividad cómplice que mantuvo ante el crecimiento del independentismo. Lo mismo puede decirse de los sucesivos gobiernos del Estado. ¿Pero cuándo las grandes y vitales empresas españolas van a examinar la legalidad y la legitimidad de sus negocios públicos con el nacionalismo? Los españoles, sándalos, no solo perfuman el hacha que los abate. Es que la han afilado, infatigables sandios.