Olatz Barriuso-El Correo

  •  El episodio del ómnibus concluye como pudo haber acabado antes: agachando la cabeza ante Puigdemont pero haciendo ver que no

De todo lo que dijo Pedro Sánchez en su comparecencia para celebrar el reflote del decreto ómnibus «en su práctica totalidad» -en realidad perviven 29 iniciativas de las 42 reformas legislativas y veinte prórrogas que contenía el macrodocumento original, cosas del relato- lo más fascinante es su afán en distinguir la mayoría parlamentaria de la mayoría social. «Cualquier Gobierno puede perder una votación parlamentaria, como ha sido el caso, pero no nos resignamos a perder la mayoría social», se ufanó el presidente, que pasó por alto el pequeño detalle de que no es «una» votación la que perdió la semana pasada, sino la última de unas cuantas esta legislatura. En cualquier caso, su ministro Óscar López ya recalcaba hace unos días en una entrevista radiofónica que ni la certeza de un Gobierno sometido al chantaje permanente de Junts ni las dificultades más que constatables para aprobar un Presupuesto actualizado pueden llevar a suponer que el Ejecutivo gobierna sin una mayoría social que lo respalde.

El argumento es curioso porque en una democracia representativa como la española se supone que la mayoría parlamentaria y la social van de la mano, pero forma parte de la estrategia de Moncloa para asentar una narrativa en la que el Gobierno lucha denodadamente contra las malas artes de una oposición marrullera e irresponsable con la que no se puede contar, lo que le obliga a hacer incontables sacrificios para poder desempeñar la labor a la que está llamado, la de extender a cada rincón del país su «agenda de progreso». Una loable misión que le mantendría indisolublemente unido a esa fantasmagórica y difícilmente mensurable mayoría social a la que constantemente apela.

La explicación, por supuesto, cojea porque, de haber querido aprobar lo antes posible y sin más dilación las medidas más urgentes del decreto -la revalorización de las pensiones, los descuentos al transporte, las ayudas a los afectados por la dana, entre otras- el Gobierno podría haberse plegado a negociar con el PP o haber claudicado ante Junts, como acabó por hacer ayer. Pero hasta pocas horas antes desde las filas gubernamentales se perjuraba que el Gobierno no pensaba «trocear» ni «filetear» el decreto para dar satisfacción a sus insaciables socios. «La protección social no se trocea», clamaban los ministros, a sabiendas de que este ómnibus paraba en otras muchas estaciones. Por ejemplo, en la de la actualización de la financiación autonómica, que Junts ha preferido aplazar hasta que se aclare lo suyo, lo del Concierto catalán. O en la de las medidas fiscales que los de Míriam Nogueras también han paralizado, a la espera de renegociarlas a su gusto.

Habrá que concluir, por lo tanto, que para ese viaje no hacían falta alforjas. O bien que el Gobierno creyó posible sostener el pulso a Junts -y a Feijóo- y endosarles la responsabilidad de la rebaja en la nómina de febrero de los pensionistas. No era fácil, sin embargo, aguantar esa posición mucho tiempo: se publicaban encuestas que repartían culpas entre todos, Sánchez incluido, y la sensación de caos y desgobierno empezaba a pesar. Así que, al final, con una semana de retraso, tocó agachar la cabeza ante Puigdemont y hacerlo pasar por un triunfo: Sánchez no se someterá a una cuestión de confianza pero tendrá que ver cómo todos, socios y adversarios, debaten el asunto en su presencia. Al final, el decreto se hizo filetes, cocinados a la manera catalana, o sea un buen fricandó de ternera. Y, como se lamentó un Rufián al que no invitaron al banquete, se trasladó la imagen de que «joder a la gente tiene premio». En esas estamos.