Jasús Cacho-Vozpópuli
Como las golondrinas en primavera, con las grandes nevadas llega a España inapelable la polémica sobre el precio que particulares y empresas pagan por la energía que consumen. Digamos de entrada que el sector energético es el resultado de la suma de decisiones equivocadas, arbitrarias e incluso absurdas tomadas por los sucesivos Gobiernos de la democracia, que lo han convertido en una jungla legislativa apta únicamente para grandes bufetes de abogados, de la que es casi imposible salir o siquiera dar marcha atrás. Fue un Gobierno el que decidió que había que cerrar las centrales de fuel y gasoil para dar paso a las de ciclo combinado (gas), de modo que las empresas tuvieron que poner manos a la obra después de arrancar del Ejecutivo de turno la promesa de compensaciones por los cierres citados. Después llegó la moda de las energías renovables y otro Gobierno dijo que había que tirarse de cabeza a esa piscina, de forma que era obligado cerrar las nucleares y dejar las centrales de gas como aprovisionamiento residual, ante lo cual las empresas se pusieron de nuevo en marcha no sin antes negociar las debidas compensaciones que, huelga decirlo, siempre termina pagando el consumidor.
Pero las renovables, tan ensalzadas por todo tipo de prosa, arrastran algunos problemas no menores. Son tecnologías muy caras (problema de precio), que se ven afectadas por la circunstancia de que el sol no suele lucir por la noche y hay días que no aparece ni el sol ni el viento. De modo que era preciso primar la instalación de fuentes de energía renovable para atraer a los inversores, y ahí tenemos a Miguel Sebastián de road show con Rodríguez Zapatero intentando convencer a un capital extranjero que terminó acudiendo en masa al calor de unas primas que entre 2007 y 2011 llegaron a los 9.000 millones año. Fue el propio Sebastián (“se nos fue la olla”) quien en 2010 pisó por primera vez el freno, aunque tuvo que ser el Gobierno Rajoy, llegado al poder a finales de 2011, quien, ante la dimensión de un déficit de tarifa que llegó a rozar los 30.000 millones, cortara por lo sano, de modo que al ministro Soria y al inefable Álvaro Nadal no se les ocurrió cosa mejor que meterle un tajo a las renovables reduciendo la prima a un tercio. Un cambio de las reglas de juego a mitad de partido. El resultado es que España aún no ha terminado de pagar las multas consecuencia de los pleitos planteados por inversores muy poderosos y perdidos ante el CIADI y todo tipo de tribunales internacionales. El recibo que paga el consumidor final sigue engordando.
En el guiso hay además asuntos viejos como el régimen especial para Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla (Sistemas Eléctricos Insulares y Extrapeninsulares), porque el Gobierno de turno decidió que era de justicia que la electricidad costara lo mismo en Tenerife que en Cuenca. Y todo con cargo al recibo. Naturalmente, los sucesivos ministros de Hacienda descubrieron pronto el potencial recaudatorio del recibo de la luz, al que fueron añadiendo más y más impuestos (un IVA del 21% y un impuesto especial cercano al 5%). Una de las últimas novedades ha consistido en la llegada de un impuesto que grava las emisiones de CO2 (los derechos de emisión han subido en lo que va de enero hasta rozar los 35 euros tonelada), de gran poder recaudatorio (más de 1.000 millones año), que naturalmente pagan también los consumidores. El final de esta película sucintamente descrita es un caos regulatorio extraordinariamente complejo sobre el que se ha ido acumulando decreto tras decreto, parche tras parche, lo que hace muy difícil salir del embrollo. Con el añadido de que en los últimos años el accionista nativo de las compañías energéticas ha sido sustituido por grandes fondos de inversión internacionales, muy sensibles al riesgo regulatorio que caracteriza al sector, y a quienes no puedes cambiar la retribución a medio partido so pena de que se marchen y/o te lleven a los tribunales.
El resultado de semejante atolladero legislativo es que los consumidores españoles (particulares y empresas) pagan una de las energías más caras de la UE, un asunto (el otro es el de los costes sociales) que afecta gravemente a la competitividad de nuestras empresas. Un vecino tan notorio como Francia dispone de un aprovisionamiento bastante más barato en razón a su apuesta por la nuclear, una energía que importamos a través de los Pirineos y a la que la izquierda española, deshecha en lágrimas ante el espectáculo de la pobreza energética de los hogares más humildes, ha vetado de hoz y coz, siendo así que es la única que, de momento, podría reducir sensiblemente la factura de la luz (“los que más saben son los que menos se asustan con la energía nuclear”, Steven Pinker, En defensa de la ilustración, pág. 191). Está de más decir, porque las comercializadoras de energía lo detallan con todo lujo en el recibo (algo que a tenor de los tuits que regurgitan en redes sociales desconocen los Echeniques y otras perlas podemitas), que la factura de la luz se descompone en tres partes groseramente simétricas: la electricidad realmente consumida (menos del 40%), los impuestos y los llamados peajes.
Con este panorama de precios, los españoles tienen el privilegio de disfrutar en primera fila todos los inviernos, o casi, del bonito espectáculo que lleva por título “escandalícese usted por la subida del precio de la luz causada por la última nevada y proponga soluciones a cual más imaginativa”. Ocurrió en diciembre de 2013, y volvió a suceder en enero de 2017 (los ejemplos más notables recientes). Cuando sobreviene un accidente meteorológico como la reciente gran nevada, ocurre que ni solar ni eólica funcionan, lo que obliga a poner en marcha las centrales de carbón (algunas con problemas de funcionamiento) y, en los picos de demanda, a tirar de lo que en el argot se denominan “los mecheros”, las centrales de ciclo combinado (cuyo coste de funcionamiento ronda los 110 euros MWh) que funcionan por gas. Como ocurriera en enero de 2017, el precio del gas ha sido la madre del cordero de esta crisis. Argelia, nuestro principal suministrador, aprovecha regularmente estas vicisitudes para subir precios con disculpas peregrinas y muchos metaneros (buques GNL) con puerto de destino establecido cambian de rumbo para colocar su mercancía en un mercado asiático dispuesto a pagar más caro.
Iglesias y el poder
Si a ello se le añade que en el tótum revolútum algún avezado empresario eléctrico aprovecha la oportunidad para poner fuera de servicio centrales (hidráulicas) amortizadas para forzar la rápida entrada en servicio de los ciclos combinados (que suelen funcionar entre un 25% y un 30% a lo largo del año) tendremos completado el cuadro de un sistema de precios que marca, de acuerdo con el sistema marginalista, la última fuente de energía que entra en el sistema, que naturalmente es la más cara. Y entonces entra Podemos en escena. Es verdad que nuestra extrema izquierda siempre ha estado lista para aportar sus soluciones simples a problemas complejos, lo que ocurre es que ahora está en el Gobierno y se notan mucho más sus recetas de abracadabra, resultan mucho más escandalosas, y ponen más en evidencia su falta de conocimientos y su nula capacidad de gestión (asistir a una sesión del Consejo de Ministros de este Gobierno y no digamos ya a una reunión de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos debe ser un festín para sibaritas del desatino). Ellos, que cargaban duramente contra el Gobierno (de Rajoy) porque no bajaba la luz, ahora tampoco la bajan a pesar de estar en el Gobierno. Es la diferencia entre vivir extramuros del poder y asentar tu culo en la vicepresidencia del Ejecutivo, aunque ya nos ha anunciado su decepción al respecto («Me he dado cuenta de que estar en el Gobierno no es estar en el poder»), que a él le gusta más el expeditivo “exprópiese” con que el chavismo resuelve los asuntos en Venezuela.
Proponer nacionalizaciones –primera receta en el prontuario ideológico de todo comunista que se precie- no es ninguna solución. Esto no va de crear una nueva eléctrica estatal. El embrollo energético español es mucho más serio y complejo de lo que los Echeniques imaginan. La ministra Ribera, de Transición Ecológica, calla, porque ella sí que sabe, o al menos intuye, de qué va esta bola de nieve que no deja de crecer, y comprende que hay una legislación energética europea a la que hay que ceñirse, y asume que hay cosas que no se pueden hacer, que hay lobistas influyentes y fondos de inversión muy poderosos armados hasta los dientes con los mejores bufetes del mundo, y hay también un tipo peligroso, apellidado Sánchez Galán, que preside una empresa que capitaliza casi 76.000 millones (solo superada por Inditex) y con el que hay que “sintonizar”, y entiende, como cualquier persona sensata, que acabar con el riesgo regulatorio es esencial a la hora de atraer la inversión extranjera necesaria para hacer realidad esa energía verde.
Un país serio debería llegar a la conclusión de que ya está bien de parches de izquierdas y de derechas, y de que es imprescindible retirar la montaña de residuos legislativos acumulada a lo largo de los años para arrojar algo de luz al problema
Seguramente para atemperar las presiones de su socio comunista, el ministerio de la señora Ribera protagonizó a mediados de diciembre la última ‘ideuca’ legislativa para el sector: el anuncio de que las energéticas tendrán ahora que afrontar el pago de las subvenciones a las renovables, unos 7.000 millones año, para eliminar ese rubro de la cuenta que abonan particulares y empresas. El objetivo es “rebajar en un 13% la factura que pagan los consumidores”. Iberdrola y Endesa, encantadas de la vida; Repsol y Cepsa, francamente cabreadas: «El sector eléctrico no puede pretender que otros sectores paguen su fiesta”, Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol. Tal propósito, encomiable en principio, se compadece mal con la labor obstruccionista desarrollada por el marido de la ministra, el socialista Mariano Bacigalupo, en el consejo de la CNMC durante los trabajos llevados a cabo por la Comisión a lo largo de 2019 (presidencia de Marín Quemada) para elaborar un nuevo método de cálculo (Circular del 10 de octubre de dicho año) con el que retribuir el transporte y distribución de gas y electricidad durante el periodo 2021-2026, que debía concretarse en un recorte del recibo de la luz del 7% y del 17,8% en el caso del gas.
Legislación sobre legislación que ha convertido el sector energético español en un laberinto en el que se acumulan los decretos producto de decisiones administrativas precipitadas o erróneamente adoptadas, resultado de voluntariosos (se supone) intentos de reducirle al consumidor la factura de la luz, que quedan en nada ante el vergonzante espectáculo de esos grandes líderes políticos que, llegados a la cesantía, aceptan sentarse en el consejo de las grandes energéticas sin que se les mueva el tupé. Un país serio debería llegar a la conclusión de que ya está bien de parches de izquierdas y de derechas, y de que es imprescindible retirar la montaña de residuos legislativos acumulada a lo largo de los años para arrojar algo de luz, nunca mejor dicho, al problema y tratar de poner en marcha un sector lo menos intervenido posible y capaz de producir energía a precios competitivos. Un objetivo, como tantos otros, como la Educación por ejemplo, que requeriría del más amplio de los consensos nacionales, algo del todo punto imposible aquí y ahora. De modo que resignémonos al furioso pataleo de nuestros Echeniques en Twitter y dejemos pasar esta tormenta, porque dentro de unos días ‘Filomena’ habrá quedado en el olvido. Y así hasta la próxima gran nevada.