- A veces olvidamos que las mayores pesadillas alumbradas por la literatura distópica no retratan el caos, sino una forma de orden: el de los Estados no democráticos de Derecho
Lo de Puigdemont y Sánchez no es fácil de entender. Ni agradable. No debería seguir con esto, no hay razón para dedicarles estas líneas. Sin embargo, es bien conocido el interés que suscitan las cosas desagradables. En el entretenimiento, son legión los que ven cine de terror, un suplicio innecesario salvo que el objetivo sea reírse de su previsibilidad o de sus efectos especiales. Menos comprensible es ver cine de Almodóvar posterior al «hay que ver lo mal que se ha portado conmigo el mundo árabe». Con esto solo apunto a una conclusión poco original, pero cierta: el gusto contemporáneo por lo inarmónico, por lo feo, por lo depravado. La cacofilia. Esa preferencia ruin en el ámbito privada por conversaciones sobre cosas vergonzosas o deplorables del prójimo. La no menos significativa invitación al bostezo que suele conllevar una charla sin maledicencias. Son pruebas de que la inclinación por lo bastardo, o la atracción de lo abyecto, tiñen la experiencia toda del ser humano medio, y también de los nodos sociales, de la cultura, del arte y, hoy día, de las instituciones.
Las instituciones eran neutras por definición. Podían ser mortales, un patio con un garrote vil, pero la vileza del garrote parecía diluirse en expedientes y burocracia. No pretendo abonar la teoría de la banalidad del mal, que me parece banal y mala. Solo digo que –incluso en en los regímenes totalitarios salidos de Europa, que contienen el mal, que son el mal– se intentaba que las aberraciones y las brutalidades tuvieran su expediente, su número, una norma que los avalara. A veces olvidamos que las mayores pesadillas alumbradas por la literatura distópica no retratan el caos, sino una forma de orden: el de los Estados no democráticos de Derecho. Abusamos de la expresión «Estado de derecho» sin especificar. La Alemania nazi era un Estado de derecho. Eso sí, el Führer era fuente de Derecho, como teorizó y —en términos de debate jurídico— consagró Carl Schmitt. Por razones que se hace largo explicar, grandes pensadores, filósofos y juristas no nazis abrazan a Schmitt.
Pero no es eso lo que nos mata. Lo que nos mata es que haya tanto político schmittiano, y tanta lógica schmittiana del poder entre las gentes del común, sin que ni las segundas ni los primeros, sepan quién demonios fue el padre del decisionismo. La clave es esta: ¿cuándo dejan de aplicarse las leyes? El que lo decide es «el soberano». La legitimidad para tomar sus decisiones excepcionales la saca de… sí mismo. Bajando a las cloacas de la política, es normal que Puigdemont y Sánchez se hayan entendido hasta ahora pese al odio que aquel profesa a este desde siempre. Ambos son decisionistas para sí mismos. Ambos ignoran a Schmitt. Ambos se consideran «el soberano» de su espacio normativo. Ambos florecen en la administración de la excepción. La diferencia es que Puigdemont está como un cencerro y Sánchez es solo un patán. Pero ya te digo que hay filosofía del Derecho ahí detrás.