- Todo está mal y ellos saben que irá a peor: los socios serán más exigentes, los escándalos más frecuentes y las rencillas internas más enconadas
El final de un ciclo político casi nunca lo determinan las elecciones. Los ciclos se acaban antes, cuando el gobierno ya no tiene nada que ofrecer a los ciudadanos: ni ideas ni proyectos ni personas. Las elecciones normalmente vienen a certifican ese deterioro y a veces con retraso. Felipe González ganó las elecciones de 1993 y pudo gobernar un par de años, pero su ciclo político había acabado. Sánchez ya perdió las elecciones el año pasado y aunque su conocida falta de escrúpulos le haya permitido seguir en el poder gracias a ese pacto indigno con Puigdemont, su época también está tocando a su fin. Por más fastos propagandísticos que se inventen en Moncloa y por más que los socios le aguanten la respiración asistida para arrancarle nuevos privilegios, todo lo que estamos viendo estos días tiene un indisimulable aroma a final de ciclo.
Los síntomas son evidentes y numerosos: los dossieres vuelan por las redacciones a pesar de los encomiables esfuerzos del equipo de opinión sincronizada por ignorar los escándalos; los ministros con ciertas hechuras profesionales dedican sus mejores esfuerzos no a la gestión del ministerio, cosa aburrida y engorrosa, sino a buscar un destino bien remunerado donde ponerse a salvo; los socios hacen ostentación de su descarada deslealtad e inventan cada día nuevas reivindicaciones con que poner a prueba las infinitas tragaderas del PSOE y lo peor, como siempre, no es la dureza de la situación actual, sino la falta de esperanza en el futuro.
Todo está mal y ellos saben que irá a peor: los socios serán más exigentes, los escándalos más frecuentes y las rencillas internas más enconadas. Por más Lamborghinis que se inventen, no hay esperanza alguna para esta legislatura, dure lo que dure. Por eso un Sánchez a la defensiva se ha visto obligado a convocar ese congreso del partido y ayer, por primera vez en muchos años, se escucharon críticas a la gestión del presidente en el Comité Federal del PSOE.
Desconchón tras desconchón, la legislatura va colapsando como un edificio en ruinas y el mayor el mayor signo de debilidad de Pedro Sánchez ha sido su derrota en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. No sabemos qué puede hacer en el futuro Isabel Perelló, la nueva presidenta, pero sí sabemos que ella nunca estuvo entre los peones de obediencia debida designados por el sanchismo para ocupar esa última institución. Tantos años persiguiendo el sueño de poner la justicia a sus órdenes y lo que se ha encontrado esta semana ha sido un rapapolvo en toda regla. Veremos si la toda la operación no le acaba costando el puesto al esforzado Bolaños.
Sánchez nunca ha querido gobernar como un político democrático sino como un autócrata. Solo ha buscado legitimarse a través de la polarización y de un ejercicio descarnado y abusivo del poder. En la renovación del CGPJ le han fallado ambos elementos: se ha roto el bloque de la izquierda y ha triunfado el consenso. Ha sido como ver avanzar el bosque de Birnam hacia Macbeth.