IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • El Gobierno de España y el de Cataluña, para salir del pozo en el que cayó la situación política, han dado importantes pasos; primero los indultos y, ahora, la eliminación del delito de sedición. El próximo debería afectar al modelo territorial

Es una noticia muy positiva que el Gobierno de coalición, con el apoyo parlamentario del llamado “bloque de investidura”, vaya a modificar el Código Penal eliminando el delito de sedición, es decir, el delito que, según el Tribunal Supremo, cometieron los líderes independentistas en el otoño de 2017. En lugar del ambiguo “alzamiento tumultuario” al que se refería la ley en el artículo sobre la sedición, habrá un delito de desórdenes públicos agravados con penas sensiblemente inferiores a las que se contemplaban anteriormente para los actos “sediciosos”. Entre otras cosas, se busca así converger con las penas que se aplican en otros países de Europa occidental para este tipo de delitos.

No es mi intención entrar en consideraciones jurídicas. Expertos hay de sobra que podrán debatir si con esta reforma se abren espacios de impunidad o si se restringe indebidamente el derecho de protesta y manifestación. Lo que me interesa subrayar ahora es el significado político de esta iniciativa, que es, a mi juicio, de gran calado.

Tanto los indultos concedidos por el Gobierno en junio de 2021, como ahora la propuesta de reforma del delito de sedición, suponen, en la práctica, una rectificación sustancial de la respuesta del Estado y el sistema político español a la crisis catalana, respuesta que contó, además, con un apoyo amplio en la sociedad.

Antes de que hiciera crisis el problema catalán en 2017, el Gobierno, presidido en aquellos años por Mariano Rajoy, se negó a afrontar políticamente las demandas que procedían de Cataluña, sobre todo la demanda de celebración de un referéndum, que tenía un respaldo muy amplio tanto en el Parlament como en la sociedad catalana. Esto no quiere decir que el Gobierno no reaccionara, pues, de hecho, puso en práctica operaciones secretas diversas, con total burla del Estado de derecho, para destruir la reputación de los líderes independentistas. Se emplearon fondos reservados para financiar dichas operaciones, con el comisario Villarejo por medio, que incluían la participación de medios de comunicación que se prestaban a este juego publicando noticias falsas. En fin, las cloacas del Estado, agitadas por el Ministerio de Interior de la época (Jorge Fernández Díaz, Ignacio Cosidó, Francisco Martínez y compañía), siempre, por supuesto, desde el más elevado patriotismo.

Cuando estalló el conflicto, en septiembre de 2017, el Gobierno no se limitó a recurrir ante el Tribunal Constitucional las leyes 19/2017 y 20/2017, de referéndum y de transición jurídica y fundacional de la República de Cataluña respectivamente, aprobadas por el Parlament y claramente inconstitucionales, sino que optó por utilizar la fuerza para evitar el referéndum del 1 de octubre. Las imágenes de la policía cargando y golpeando a ciudadanos pacíficos, de toda edad y condición, que querían votar en aquel simulacro de referéndum, dio la vuelta al mundo y colocó a España en una posición comprometida.

Lejos de frenar la crisis, la torpe y desproporcionada intervención de la policía encrespó aún más los ánimos. El discurso del rey Felipe VI dos días después no solo cerró cualquier posibilidad de reconducir la situación políticamente, sino que además envalentonó a las derechas en su voluntad de dar un escarmiento final y definitivo a los independentistas catalanes mediante el uso de la vía penal.

Como apuntaba Jordi Amat hace unas semanas, la derecha judicial española era consciente desde hacía mucho tiempo de que una declaración de independencia no es, como tal, un delito. Evidentemente, si dicha declaración se realiza al margen del ordenamiento constitucional, constituye un acto políticamente inválido, pero sin relevancia criminal. El Tribunal Constitucional, de hecho, fue anulando todos los pasos políticos y legislativos que se dieron en Cataluña para avanzar hacia la separación del Estado. La única manera de encarcelar a los líderes independentistas pasaba por realizar una interpretación “creativa” de los acontecimientos, transmutando una protesta multitudinaria ante la sede de la Consejería de Economía de la Generalitat, mientras los agentes judiciales registraban el edificio, en un acto de rebelión (un alzamiento violento). Esa fue la acusación a la que recurrió el fiscal general del Estado. Para ello, como digo, era necesario retorcer los hechos que todos habíamos podido ver, interpretando la protesta pacífica como acto violento. Los argumentos no podían ser más endebles: en un auto judicial del Supremo, se llegó a responsabilizar a los líderes independentistas de provocar a la policía por animar a los ciudadanos a votar el 1-O; también se dijo que esos mismos líderes habían asumido la violencia que podría haber surgido en las movilizaciones populares (y que, sin embargo, no llegó a darse).

La acusación delirante de rebelión sirvió de coartada para que los tribunales pudieran actuar sin trabas, con grave menoscabo en ocasiones de derechos políticos fundamentales (como impedir que cargos elegidos democráticamente pudieran ejercer la representación política). Para que dicha acusación tuviera alguna verosimilitud, fue necesario que la derecha política y mediática insistiera sin descanso en que lo ocurrido en septiembre y octubre de 2017 había sido un golpe de Estado fallido, un golpe realizado con el propósito de acabar con la democracia española. En una especie de alucinación colectiva, buena parte de la sociedad española, incluyendo prestigiosos intelectuales, académicos y periodistas, hizo suyo este relato de los acontecimientos. En la versión más suave, se hablaba de “golpe posmoderno” o de “pronunciamiento civil”, conceptos inventados ad hoc y sin base alguna. El Tribunal Supremo, tratando de no perder del todo el principio de realidad, finalmente sentenció que no había habido tal golpe o rebelión, sino tan “solo” una sedición.

El indulto y la reforma del delito de sedición suponen una corrección fundamental al diagnóstico inicial de golpismo y a la reacción antipolítica del Estado. Sin cuestionar las responsabilidades penales en las que incurrieron los líderes independentistas al desobedecer gravemente al Tribunal Constitucional, de lo que se trata es de entender de una vez que lo que se produjo en otoño de 2017 fue una crisis constitucional en la que ambas partes actuaron, aun en grado distinto, con profundo desprecio de los principios democráticos más elementales. Los líderes independentistas no contaban con el apoyo social para hablar en nombre de Cataluña en su conjunto, ni siquiera de una mayoría de catalanes; y las autoridades políticas y judiciales de España, en lugar de ofrecer una salida política, fueron “a por ellos”, abusando del Código Penal. Aquello fue un fracaso colectivo en toda regla; no fuimos capaces de procesar las diferencias de intereses y proyectos desde parámetros plenamente democráticos.

Por fortuna, tanto el Gobierno de España como el Gobierno catalán están dando pasos importantes para salir del pozo político en el que cayó el país en su conjunto. Primero fue la excarcelación de los presos a través de un indulto. Y ahora se elimina el delito al que se agarró el Tribunal Supremo para realizar una condena ejemplarizante y vengativa que satisficiera el orgullo herido del nacionalismo español. Toda esa etapa negra de la democracia española y catalana debe quedar enterrada. Aunque ya no ocurrirá en esta legislatura, cabe soñar con que en la siguiente se aborde políticamente, de forma constructiva, la reforma constitucional que España necesita para establecer un modelo territorial que se reconcilie con nuestra condición plurinacional. Sería la mejor manera de garantizar que crisis como la del otoño de 2017 no se repitan.