Manuel Montero-El Correo
- Fracasan los modos populistas de atragantar al ciudadano con prebendas. Y tampoco ha entusiasmado la experiencia de primer Gobierno de coalición
Se veía venir, salvo entre los hinchas más entusiastas, pero el batacazo socialista ha desbordado todas las expectativas. Es un cambio de ciclo con todos sus componentes. Primera constatación: en España han fracasado los modos populistas de atragantar al ciudadano con prebendas, regalos, entradas de cine y etcétera: de ese bochorno nos libramos.
Segunda evidencia: este país ya no es para caudillos. Ha fracasado el caudillismo sanchista. Nunca un presidente de Gobierno había alcanzado el protagonismo político de Sánchez durante una legislatura y pico. Y eso que no parece más preparado, experimentado, habilidoso y carismático (salvo para los muy muy de la cuerda) que el resto de la recua de presidentes que nos han caído en suerte, en conjunto bastante cenizos. Las interminables verborreas hueras con que castigó a la ciudadanía durante la pandemia la hicieron aún más insoportable.
Siguieron los despropósitos, las leyes incomprensibles mal explicadas (fin de la sedición, rebaja de la malversación, ley del ‘solo sí es sí’), como si la decisión del mando fuese una explicación suficiente y la ciudadanía se conformase con la publicidad de que arrasamos económicamente en Europa contra las evidencias cotidianas. El broche final del caudillismo ha sido protagonizar una campaña que venía mal dada. Señala desconocimiento de la realidad o, peor, el convencimiento de que en política vale el ‘dejadme solo’, ‘esto lo arreglo yo’.
Es el final de un ciclo peculiar, en el que por vez primera hemos sido gobernados por una coalición. No parece que la experiencia haya entusiasmado, a juzgar por los resultados. Ha quedado lastrada por la imagen de que el pez chico se come al pez grande, contra lo que mandan los cánones y el dicho. Quedar al pairo de lo que te mande el aliadito no fortalece la imagen de liderazgo, por mucho que tengas al CIS para ensalzarte.
De los aliados, Podemos. Verdaderamente resulta incomprensible que un partido que venía avalado supuestamente por el apoyo de masas haya dado la rara imagen de un grupito de colegas, sin capacidad de crecer y mucha para enfadarse entre ellos. Tampoco parece que haya resultado rentable la constante agresividad, arremetiendo contra empresarios, oposición (como si no tuviera derecho a discrepar), compañeros de partido, compañeros de coalición, jueces, tertulianos). A la gente no le gusta estar todo el día cabreada, ni vive cotidianamente una especie de lucha de clases. Les ha sobrado moralina y leyes hiperideologizadas de difícil comprensión, y obcecación por no corregir el error.
En el tropiezo electoral ha quedado dañada la operación Sumar. Las operaciones políticas suelen ser muy difíciles y ninguna ha salido del todo bien. Si además quieres estar a la vez con tirios y troyanos, tienes dos bandas contra las que luchar, lo que fatiga mucho. Gusta el tonillo moderado y omnicomprensivo, pero también agrada que aclare algo y no lo deje para después.
Y en toda esta historia ha quedado dañado el término ‘progresista’. Es lamentable e injusto, solo admisible si se da por buena la autoadjudicación del concepto. ¿Se les puede aplicar a disposiciones sectarias, demagógicas o populistas que están más bien en las antípodas de lo que solía considerarse progresista? Tampoco entra la apelación constante a la derecha-ultraderecha como único argumento político y justificación. Como si el progresismo no tuviese otra referencia que sus maximalismos ideológicos y pudiese operar al margen de la realidad.
O en función de sus apelaciones morales, como si la ética fuera un monopolio progresista. A veces la política española de la última época se ha parecido a una clase de catequesis de las de antes, todo el rato el bien contra el mal. La doctrina ha cambiado, pero no el rigor, con la desventaja de que el castigo te cae ahora aquí en la Tierra (en la forma de desautorización colectiva si no opinas políticamente correcto) y no en un futuro más o menos lejano.
¿Tendrá esto arreglo en los dos meses preelectorales que nos vienen? Resulta improbable por varias razones. Lo apreció Bárbara Tuckman: los gobernantes, por lo común, toman decisiones obstinadamente erróneas movidos por prejuicios o por el orgullo de no dar el brazo a torcer. Vamos, que se aferran a lo que hicieron en sus principios. Es lo que cabe esperar en una política ayuna de autocrítica. Tampoco de los partidos concernidos cabe esperar gran cosa. Lo explicó Canetti: las masas, una vez formadas, permanecen juntas incluso cuando atisban el final. Máxime en este caso, en el que las reformas internas del socialismo consagraron el hiperliderazgo sin apenas espacio para la crítica y ninguno para la oposición interna. Progresismo de la nueva ola.
Lo más probable es la repetición del mismo argumentario: ‘que viene el lobo’ (ultraderecha). Las mismas causas provocan los mismos efectos, pero esto no da más de sí.