El abandono del terrorismo no exige que el Estado construya una narrativa legitimadora de dicha opción mediante la oferta de diálogo. ETA podría articularlo si existiera voluntad de renuncia. Ésta sólo parece posible en un escenario de derrota incompatible con un final dialogado; sólo así se fomenta el cuestionamiento táctico de una violencia que entonces sí resulta contraproducente para ETA.
A pesar del fracaso de la negociación con ETA, todavía se insiste en mantener abierta la vía del diálogo con la organización terrorista, si bien se matiza que sólo tendrá lugar en determinadas circunstancias y sobre aspectos concretos como la disolución de la banda y la situación de sus presos. Sin embargo, la reciente experiencia, y otras anteriores, revelan cómo esa opción facilita a ETA el engaño de dirigentes y ciudadanos predispuestos a aceptar las señales equívocas que sobre su hipotética desaparición los terroristas deseen transmitir. De esa forma el Estado pone a disposición de ETA un instrumento con el que, en momentos de debilidad, la banda genera una notable confusión dividiendo a quienes se encargan de combatirla. En esas condiciones, y tras haber sufrido el terrorismo etarra durante décadas, la ansiedad colectiva derivada del deseo de poner término a la violencia puede ser fácilmente manipulada. Así ha ocurrido en estos tres últimos años, enfatizándose la incompatibilidad de negociación e intimidación pese a la existencia de ambas en condiciones inadmisibles al infringirse la resolución parlamentaria que sólo autorizaba el diálogo si antes los terroristas demostraban una «clara voluntad de poner fin a la violencia». El gobierno ha insistido en que no traspasaría unos límites que, no obstante, ha rebasado, justificando dicha vulneración mediante la relativización de las reglas impuestas al inicio del proceso. Se oculta así que el establecimiento, aparentemente firme, de dichas demarcaiones obedecía a la necesidad de respetar un procedimiento sin el cual la iniciativa carecía de validez.
Consecuentemente, si la resolución del Congreso pretendía dar legitimidad a la negociación, el incumplimiento de dicho mandato evidencia la ausencia de cobertura para una política, por tanto, dañina. Se ha intentado encubrir el éxito que para ETA supone esa cesión gubernamental enmascarando el escenario de negociación bajo un imaginario y positivo «fin dialogado de la violencia» que no era tal. Con esos precedentes la oferta de diálogo para el futuro proporciona a ETA la posibilidad de volver a gestionar a su conveniencia su actividad terrorista, sabedora de que a pesar de sus crímenes dispondrá de otra oportunidad en la que nuevamente podrá debilitar al Estado mediante tácticas similares a las que ya se han revelado eficaces para los terroristas. Así lo avala la pertinaz posición del gobierno presentando como una obligación de todo gobernante el diálogo con terroristas a pesar de que, obviamente, ningún dirigente debe comprometerse con acciones que una y otra vez se demuestran contraproducentes. Por todo ello, parece razonable descartar categóricamente el diálogo y la negociación con la banda en supuestos como los que hoy siguen defendiéndose.
Es precisamente la disuasoria credibilidad que se desprende de tan firme negativa la que garantiza el abandono del terrorismo sin concesiones para el Estado, como ocurrió con el dirigente etarra Francisco Múgica Garmendia y otros presos que en 2004 reclamaron la finalización de la violencia tras concluir que la «estrategia político-militar» de ETA había sido «superada por la represión del enemigo» ante «la imposibilidad de acumular fuerzas que posibiliten la negociación en última instancia con el poder central». Este significativo episodio de desvinculación constata que el abandono del terrorismo es posible sin diálogo con los terroristas, siendo viable dicha salida precisamente como consecuencia de la ausencia de negociación. Por tanto la eliminación de esa expectativa de diálogo se convierte en una condición necesaria para la ansiada desaparición de la violencia. En cambio, la promesa de dialogar con la banda asume implícitamente la progresión hacia una negociación que excede los límites, en apariencia infranqueables, que se fijan con objeto de ensalzar las ventajas de un diálogo que en teoría nunca se realizaría bajo la amenaza de la violencia y que quedaría restringido a la situación de los presos y a la disolución de la banda. El motivo radica en que cuestiones tan concretas ya pueden, y deben, abordarse mediante mecanismos existentes en nuestro sistema democrático, sin que se requiera para ello crear instrumentos ad hoc. Al supeditarse el fin de la violencia al diálogo entre una organización criminal y el Estado, éste asume parte del argumentario terrorista que denuncia la imperfección de la democracia, argumento que resultaría cierto si realmente no fuera posible la salida del terrorismo sin una negociación que, sin embargo, no ha sido precisa para que otros terroristas renunciasen a su militancia.
El implícito reconocimiento de indulgencia penal que conlleva la admisión del diálogo en condiciones como las referidas coadyuva a superar esos límites fijados por el Estado, abocando a éste a una negociación política que pasa a ser justificada en aras de una aspiración tan loable como la erradicación del terrorismo. Bajo pretexto de que el fin último justifica los medios, el Estado alienta así la creencia en la eficacia de la coacción, premiando al terrorista con una favorable distinción cualitativa de la pena y de sus crímenes. En consecuencia, ETA da por descontado que la impunidad para sus presos es una concesión ya conquistada que le induce a plantear su disolución sólo a cambio de otros objetivos más ambiciosos. De ahí que el prometido diálogo sobre «paz por presos» deje de representar un factor de disuasión, incentivando el mantenimiento de la amenaza una vez el terrorista ve confirmado que el Estado relega la aplicación del sistema penal y de procedimientos ordinarios inalterables frente a otros criminales. Por el contrario, la negativa del Estado a establecer dicho diálogo, defendiendo las vías de salida del terrorismo que la democracia ya ofrece, aporta credibilidad a la posición estatal garantizando que la paz y la libertad se antepongan a la política. En esas circunstancias las redenciones serían resultado de la efectiva desaparición de la violencia, favoreciendo la presión sobre ETA desde su propio entorno de acuerdo con la lógica que en 2003 se apreciaba en Gara. En serios momentos de debilidad para ETA simpatizantes del entorno radical señalaban: «Hay algo importantísimo que de primeras ganaríamos sin ETA: no habría seiscientos detenidos al año. Habría treinta y, quizás, tras varios años, nadie». Otro articulista añadía: «La izquierda abertzale ha probado durante treinta años con ETA. Que pruebe ahora sin ella».
Estas críticas confirman que el abandono del terrorismo no exige que el Estado construya una narrativa legitimadora de dicha opción mediante la oferta de diálogo, siendo ese relato explicativo responsabilidad de ETA. Los hechos ratifican que sus dirigentes podrían articularlo si existiera una verdadera voluntad de renuncia. Ésta únicamente parece posible en un escenario de derrota incompatible con una coyuntura de final dialogado como el acometido, pues sólo así se fomenta el cuestionamiento táctico de una violencia que entonces sí resulta contraproducente para ETA. Debe subrayarse que nuestro ordenamiento contempla ya la reinserción de los terroristas, si bien condicionada a la renuncia a la violencia para evitar que el terrorismo extraiga «ventaja o rédito político alguno», tal y como demanda el Pacto por las Libertades, y en contra de lo que supone el fin dialogado propugnado. Las razones aquí expuestas demuestran que el ofrecimiento de diálogo estimula la continuidad de la amenaza al racionalizar los terroristas que su violencia siempre será recompensada, y no penalizada, con otra oportunidad. De ese modo los dirigentes políticos, seducidos por el objetivo último de terminar con el terrorismo, se ven impelidos a ceder a ETA la iniciativa en la política antiterrorista convirtiendo el diálogo en un arma contra el Estado.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
Rogelio Alonso, ABC, 14/7/2007