Editorial, EL PAÍS, 4/9/11
Mientras ETA no renuncie a las armas, no puede haber movimientos en materia penitenciaria
El ministro del Interior, Antonio Camacho, ha dejado claro que el Gobierno no hará ningún gesto político, ni movimiento alguno en relación a los presos, mientras ETA no anuncie su disolución. Es su respuesta a la insistencia de la izquierda abertzale en reprochar al Gobierno su «inmovilismo» por no hacer las concesiones que le reclama. Esta respuesta se produce un año después de que la banda anunciara la interrupción de sus actuaciones violentas -que incluye desde enero el cese de la extorsión- y cuando está a punto de culminar una consulta entre los presos de ETA impulsada por Batasuna y sus herederos.
Si ese sector desea conocer la opinión de ETA sobre el abandono de las armas, es lógico que se dirija a las prisiones, pues allí está el 90% de los etarras: 730, frente a medio centenar en libertad, según la policía. Y también es lógico que si desea el aval de las cárceles para sus planteamientos, lo haga mediante la fórmula de menor resistencia: adhesión a la llamada Declaración de Gernika, que es bastante menos que la exigencia de retirada definitiva de ETA.
Esa declaración fue consensuada hace cerca de un año por Aralar, que pedía un fin de ETA sin contrapartidas, y Batasuna, que no renunciaba a ellas. La novedad respecto a anteriores iniciativas era que el primer paso debía ser una tregua permanente de ETA «como expresión de la voluntad de abandono definitivo de su actividad armada». Pero, contradictoriamente con esa voluntad, incluía una lista de condiciones para la paz definitiva. Las esenciales: legalización de Sortu (y derogación de la Ley de Partidos), medidas penitenciarias «como primer paso hacia la amnistía» y compromiso de una negociación política «sobre las causas y consecuencias del conflicto» que incluyera el reconocimiento del derecho de autodeterminación.
Con independencia de que la Constitución prohíbe (artículo 62) los indultos generales y que la legalización de Sortu no depende del Gobierno sino del Tribunal Constitucional, lo que resulta inverosímil es el planteamiento del final de ETA como «proceso» de concesiones recíprocas. Porque los jefes de la banda buscan pretextos para seguir, y un proceso de ese tipo sería la ocasión para intervenir en cuanto surgieran divergencias o resistencias a sus pretensiones; porque solo la retirada definitiva de ETA podría hacer variar la frontal oposición de las asociaciones de víctimas a cualquier medida favorable a los presos; porque el consenso democrático establecido tras la experiencia del proceso que ETA dinamitó en la T-4 es que la disolución de la banda debe ser previa a cualquier eventual iniciativa penitenciaria; porque hasta Otegi ha reconocido que la «mera existencia de ETA» sigue siendo «percibida por algunos sectores» como «una amenaza» (Gara, 17-7-2011).
Fue la convicción de algunos presos etarras (y varios dirigentes de Batasuna, también encarcelados) de que no habría salida para ellos sin disolución de ETA lo que impulsó el cambio de estrategia. Su culminación pasa ahora porque exijan públicamente a ETA su disolución.
Editorial, EL PAÍS, 4/9/11