Javier Otaola, EL CORREO, 13/10/11
El romanticismo es además de un estilo literario un estilo de humanidad inclinado a la superación de los límites, la desmesura y los imposibles que conducen a la melancolía; es una exaltación de las emociones y los sentimientos embriagadores frente a los cálculos de la razón y termina fácilmente en conmoción y drama; es un anhelo de fusión y pérdida, de absoluto y utopía. Es hermoso ese sentimentalismo en los momentos de fascinación temporal que produce el amor, pero es muy peligroso en la política porque aboca necesariamente al fundamentalismo político y al crimen.
El terrorismo etarra es fruto -fundamentalmente- de una concepción romántica de la comunidad política vasca basada en una fusión sentimental, ahistórica, absoluta y absolutista del nosotros colectivo, una concepción filial del romanticismo político alemán, matriz, entre otras, de ideologías como el nacionalsocialismo, al amparo de la cual todos los crímenes cometidos tienen amparo y aplauso.
Si el final de la actividad terrorista no viene acompañado de la refutación de ese sangriento sentimentalismo que ha alimentado ese terror, sino que es el resultado de un simple movimiento táctico, corremos un grave peligro que ha denunciado con la mayor autoridad moral e intelectual Joseba Arregi. Porque estaríamos fundando nuestro futuro en las mismas malas ideas que han justificado los crímenes de ETA. Malas ideas que darían nuevos brotes de odio y exclusión. El final de ETA solo será final y no punto y aparte si concluye con la refutación de las enloquecidas ideas que promovieron su acción terrorista, la justificaron, la aplaudieron.
Un ‘dictum’ latino dice «finis coronat opus», el fin corona la obra, y se emplea tanto en buen como en mal sentido para indicar que el final de algo está en relación con su origen y principio. El final del terrorismo de ETA no puede ser un broche de honor en el reguero de muerte y dolor que deja a sus espaldas, sino que ha de ser una refutación moral y política de los móviles que produjeron esa muerte y ese dolor. Decía en 2010 Txiki Benegas que «los dirigentes de Batasuna no han considerado la paz como una estrategia en sí misma» y «este planteamiento no ha sido aceptado por los diferentes gobiernos del Estado puesto que, de haberlo hecho, hubiera supuesto la legitimación de la violencia para alcanzar objetivos políticos en un sistema democrático».
El fin de ETA como estrategia terrorista seguramente está cerca, y a todos nos alegra, pero no nos equivoquemos. Ese final se ha logrado gracias a la actuación del Estado de Derecho en su conjunto y al valor y la entereza de sus víctimas. Ha sido la fuerza del Estado de Derecho la que ha hecho fracasar al terror de ETA. El reconocimiento de ese fracaso ha convencido finalmente a los más inteligentes de la banda, que es preciso amortizar esa estrategia y volver a la acción política. Después de tanto sufrimiento gratuito, para llegar a la conclusión de que hay que volver a las urnas. Urnas que han estado siempre abiertas para quien se presentara ante ellas con las manos limpias de sangre. Solo faltaría que tuviéramos que agradecer políticamente a los terroristas el que no nos mataran.
La virtud democrática que ha derrotado el terror de ETA es la virtud cívica por excelencia; es esa capacidad para hacer abstracción de nuestras pertenencias particulares, sin renunciar a ellas, para poder hacer uso en el ámbito de lo político de la sola condición de ciudadano en términos de equidad con los demás ciudadanos. Toda la tradición política europea es en cierto modo un largo y problemático proceso de separación del poder político de la parcialidad pertenencial: tribal, feudal, étnica, confesional… en un esfuerzo permanente aunque incompleto de humanización.
Es cierto que lo natural, lo inicialmente dado, es la consideración gregaria del hombre según la cual éste no es sino la manifestación de la totalidad a la que pertenece. La virtud cívica se funda precisamente en la convicción contraria a esa naturalidad, tal y como afirmara Renan; es decir, en la capacidad de hablar y de sentir sin dar muestras inmediatamente de nuestra circunstancia, o sin estar necesariamente determinados por ella.
La ciencia, como el derecho, la técnica, el erotismo, la gastronomía y la buena educación pretenden ir más allá de lo natural. La democracia también es en cierto modo artificial porque es un arte, es un artificio que pretende introducir racionalidad allá donde no hay sino materia bruta; si bien a día de hoy sabemos que la mejor racionalidad es aquella que tiene en cuenta la acción de los factores irracionales, pero no para rendirse ante ellos, sino para dominarlos.
Vencido el terror armado de ETA, le corresponde ahora a la democracia y a la razón civil, abierta, mediadora, relativizadora, que funda la política, vencer las ideas absolutistas y criminógenas que dieron amparo y aplauso a ese terror.
Javier Otaola, EL CORREO, 13/10/11