Finalidad o fin de la historia

JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • En la religión de sustitución marxista, la historia avanza, y lo hace de manera fatal, llevada por unas fuerzas ciegas y movida por la lucha de clases
En Escolios a un texto implícito, obra extraordinaria desde su título hasta su última sentencia («Escribir es la única manera de distanciarse del siglo en el que le cupo a uno nacer»), Nicolás Gómez Dávila, sabio y remolón –al punto de obviar el texto y dejarnos únicamente los destellos– afirma que:
«El cristianismo nunca enseñó que la historia tuviera finalidad.
Sino fin».
Lo transcribo como el original, con su punto y aparte, porque todo en la citada obra merece reflexión, y hasta la breve suspensión de la respiración que se impone al lector debe ser una llamada de atención significativa, interpretable. Cuando menos, está la radical diferencia entre finalidad, lo teleológico, y fin, entendido como el acabarse de las cosas. Pudo poner «final» para evitar la polisemia de «fin», pero Gómez Dávila era, amen de sabio, un esteta, y el oído agradece el cierre agudo de la frase, que empuja hacia sentidos adicionales. Si era más esteta que sabio es materia de discusión, pero solo porque demasiados eruditos ignoran lo inseparable de belleza y conocimiento. Visto a la inversa, hay algo de estúpido en desatender la musica, lo formal de las palabras y el ritmo de su curso.
Once le bastan al colombiano para evocar, en efecto, un texto implícito, o, mejor dicho, muchos textos. Todos importantes. Para empezar, desautoriza el historicismo de cualquier índole. Con la distancia que le es propia, remite la desautorización al cristianismo. Las once palabras apuntan pues más alto: a la escatología cristiana. El fin de la historia, sin esa atribución, dirigiría nuestro pensamiento a Hegel. Desde luego hacia La fenomenología del espíritu, obra a cuya dificilísima lectura me he entregado por fin después de encontrarme el mes pasado en este diario con la columna de Gabriel Albiac ‘Un sirviente en Estrasburgo’.
En el conocimiento convencional contemporáneo, el sintagma «el fin de la historia» remite en realidad al artículo largo, o ensayo breve, del mismo título (aunque entre interrogantes) con que Francis Fukuyama se dio a conocer al mundo de un día para otro. Fue una cuestión de oportunidad, era 1989 y asistíamos a la caída del comunismo, doctrina férreamente historicista, por cierto, y práctica brutalmente criminal. Se acepta el sacrificio de generaciones enteras en pos de un futuro donde la explotación del hombre por el hombre habrá desaparecido. Solo una religión de sustitución puede pretender tal sacrificio y ser creída y aceptada. Por dejar las cosas claras, Fukuyama era —y supongo que sigue siendo— un hegeliano. Marx también lo fue porque hay hegelianos de todos los pelajes, si bien el padre del comunismo dizque científico reconoce haberle dado la vuelta a Hegel como a un calcetín. En la religión de sustitución marxista, la historia avanza, y lo hace de manera fatal, llevada por unas fuerzas ciegas y movida por la lucha de clases. Que la historia tiene final y no finalidad en el cristianismo me parece indiscutible, aunque el lector encontrará actitudes y opiniones más autorizadas en contrario.