Jon Juaristi, ABC 23/12/12
El apocalipsis incumplido de 2012 nos ha dejado una palabra que sería interesante conservar en el idioma.
Pasó el 21, día del solsticio, sin que se alinearan los planetas ni nos churrascara una tormenta solar y sin un aerolito destructor que llevarnos a la Nada. Precisamente La Nada, LeNéant, era el nombre que ostentaba un cabaret parisino frente a la casa de André Breton. Octavio Paz, que vio parpadear su rótulo luminoso en la noche desde el ventanal del despacho del patriarca surrealista, exclamó emocionado: «¡El Ser y la Nada, maestro!» Con un ademán de aburrimiento, replicó Breton : «Bah, no es la auténtica, monvieux, sino una pobre nada intermitente».
El buscador Google se abría, el viernes, con la viñeta de un supuesto petroglifo maya donde las cabezas de quetzales y zopilotes se habían tornado calaveras. Superándose a sí mismo, Google volcaba en sus tripas no sólo el mundo, sino el fin del mundo. El leviatán virtual lo traga todo, vida y muerte, sumiéndolo en un vertedero entrópico. «El mundo existe para llegar a un libro», escribió Blanchot. Pero eso era antes de internet. Ahora termina en la poubelle universal, lo que se llama el Tacho Cósmico en el español de América.
¿Qué nos ha dejado el apocalipsis del día de Santo Tomás? Un neologismo: findel, construido por analogía con finde («fin de semana») y finder («localizador, buscador»). Durará lo que un suspiro, por supuesto. Y sin embargo no está mal. Ilustra el estilo de la época, superficial, fugaz y lúdico. La Nada ya no es lo que era (o sea, lo que no era) y los fines del mundo, mucho menos. Vivimos en un tiempo prestado, decían los europeos de la generación de entreguerras, la de Breton y los surrealistas. Nosotros disponemos de todo el tiempo interminable, porque el mundo se ha acabado y ya solamente queda tiempo, tiempo difícil de llenar. ¿Qué haremos hoy? ¿Qué haremos mañana? Los estudiantes de una universidad madrileña habían preparado un cotillón bárbaro para la jornada apocalíptica del 21. Para el Findel. Recepción de ovnis. Lluvia de meteoritos. Tsunamis. Y así, hora tras hora, hasta la de la volatilización suprema. El programa de festejos no estaba desprovisto de temple poético (recordaba, por contraste, aquella Guía estival del Paraíso, de Rafael Alberti).
Pero no han llegado los bólidos estelares, ni los maremotos ni los marcianitos. La astronomía precolombina ha caído en el descrédito y la humanidad en otro estado depresivo, como el de los bizantinos de Cavafis ante la ausencia de los bárbaros: «¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?/ Esa gente, al fin y al cabo, era una solución». Para la cristiandad antigua —y para el judaísmo— el apocalipsis era una solución. Unos lo identificaban con la Segunda Venida y otros con el Reino Mesiánico. En la cultura postcristiana del tiempo sin fin es un motivo cómico. O tragicómico. Lo cómico —la risa— brota del alivio ante el incumplimiento de una amenaza. Lo trágico —el llanto—, de la visión de la tierra desolada tras la catástrofe (el vuelco de la rueda de la fortuna). El tiempo de después del Findel es pura tragicomedia donde el alivio se funde con la desesperación.
Lo que produce a la vez alivio y desesperación es la conciencia de vivir —o de seguir viviendo— tras la desaparición del mundo en el sentido de cosmos, que para los antiguos tenía el sentido de una existencia sometida al orden de las esferas planetarias, de la ciudad y de los dioses. Orden que se plasmaba en las religiones. Y que, luego de la secularización que las deshizo, sobrevivió en la Nación y en la Economía. Este último es el cosmos que hoy se derrumba en un dilatado findel sin calendario. Lo más opuesto a la eternidad.
Jon Juaristi, ABC 23/12/12