- Sí, lo reconozco, leídos en presidio, «El halcón maltés» y «La tempestad» pueden parecer sobrecogedores. Pero tan solo son medida exacta de lo hecho
Es la buena hora para que el fiscal general del Estado se ponga a leer con seriedad novela negra. Puede que, en el lugar de residencia que sobre él se cierne, vaya a tener mucho tiempo para ello. Pero será ya entonces demasiado tarde. Le sugiero una clave para desentrañar la lógica de ese género que fue, en el siglo veinte, resonancia pura de la escritura del destino: la que inventaron los atenienses hace dos mil quinientos años; y a la cual llamaron ‘tragedia’.
Una secta y una mafia se construyen con los mismos elementos. Y se anudan en las mismas lógicas. Eclesiales, porque mafia y secta son remedos tenebrosos de la virtud sacralizada. En el vértice, la voz del Capo —o del profeta— emite una verdad que no admite preguntas. El sicario —o el sectario fiel— ejecuta aquello que le dicta el Infalible. Y eso le garantiza honor moral y familiar invulnerable. Como contrapartida, el sicario —o el sectario fiel— percibe la avalancha de dones que ese Supremo está dotado para otorgarle. Dones que son, sin duda, irrisorios, cuando se los compara con los que el ‘Número 1’ y sus inmediatos vicarios perciben. Pero que desbordan infinitamente todas las esperanzas de esa banda de pobres diablos sin más mérito que su obediencia.
El sicario debe pagar a veces. Es cierto. Es una posibilidad remota. Pero, cuando sucede, un buen ejecutor guarda silencio y carga con el precio. Y, si el precio es la cárcel, sabe que sus beneficios en la común fraternidad le serán preservados por los pontífices, hombres «de honor» que administran el patrimonio de la aún más honorable familia y que forman la angelical corte del profeta. Y el condenado sabe que, a los de su sangre, nadie va a tocarles un pelo. Exactamente lo contrario de lo que pasaría si hubiera colaborado con eso, a lo cual los hombres comunes llaman Justicia.
A veces, es igual de cierto, suceden imprevistos. Los grandes de la novela negra han extraído momentos memorables de esos callejones sin salida que hacen de ellos herederos últimos de la tragedia griega. Dibujan entonces la mano del destino, que nadie, ni siquiera el Jefe Supremo, puede retener ni desviar, y que fuerza la calamidad más indeseada: cuando es preciso elegir a la víctima que cargue sobre sí con la ira de la Moira. Es ese Sófocles en estado puro que habla hacia el final del ‘Halcón maltés’ de Dashiell Hammett en 1930. El orondo Capo, que ha buscado a lo largo de las páginas del relato hacerse con el legendario Halcón de oro y diamantes de la Orden de Malta, afronta el trance más amargo: o bien entregar a Wilmer, su sicario favorito, o bien ser él mismo quien acabe en presidio y tal vez en la cámara de gas. Medita en voz alta:
«Créeme Wilmer que siento perderte, y quiero que sepas que no te tendría más cariño si fueras hijo mío. Pero, compréndelo, si se pierde un hijo, siempre es posible tener otro; en cambio, solo existe un Halcón Maltés».
La suerte del sicario está echada. Lo que no sabe el orondo jefe es que la suya también. Y, con ambos, la de la bella Brigid a la que el protagonista de la novela ama y de la que se despide con el más conmovedor adiós de la literatura del siglo pasado.
Cuando, en 1941, John Huston lleva ese prodigio literario a la pantalla, solo añade una breve frase en la voz del Bogart que responde a la curiosidad de un policía por saber de qué estaba hecha la estatuilla que costó tantas vidas. Y, en la voz de Sam Spade, es Shakespeare el que contesta: «De la materia en la que están forjados nuestros sueños».
Sí, lo reconozco, leídos en presidio, «El halcón maltés» y «La tempestad» pueden parecer sobrecogedores. Pero tan solo son medida exacta de lo hecho.