Ignacio Camacho-ABC
Sánchez es un paradigma de gobernante inédito. Su estilo inescrupuloso y ventajista rompe cualquier modelo previo
Que no, que no le importa. Al revés: le complace, le alegra, le divierte irritar a sus adversarios con esas contradicciones flagrantes. Empieza a convertirlas en una especie de estilo, en un rasgo de carácter, y como se siente por encima del bien y del mal no existe ningún remordimiento por su parte. Por eso es un error que la derecha institucional y sociológica siga escandalizándose ante las cínicas incoherencias de Sánchez. Esas críticas, esos vídeos vergonzantes que circulan por Whatsapp entre grupos de amigos y familiares, le hacen el mismo efecto que un ataque con flechas a un tanque. Los adjetivos le resbalan al punto de haberse construido con ellos un blindaje. Resulta inútil insistir en lo que todo el mundo sabe; la falta de fiabilidad de su palabra ya no sorprende a nadie. El desparpajo con que se autorrefuta ha devenido en un atributo con el que forjar un personaje. A este paso quizá pronto logre que no sólo deje de importar lo que dice sino lo que hace. En este instante se encuentra a sí mismo en la cima y se siente en estado de gracia, inmune, invulnerable.
Y lo estará hasta que la sociedad aprenda a entenderlo. Hasta que el país comprenda que está ante un paradigma de gobernante inédito, un antisistema en el sentido estricto del término, capaz de romper cualquier modelo previo, de destrozar cualquier cualquier consenso y de ufanarse de sus propios comportamientos antitéticos. Un dirigente que funciona a base golpes de efecto, giros huecos y quiebros ventajistas a la medida de sus deseos. Un Humpty Dumpty posmoderno para quien el lenguaje, tanto el verbal como el de los hechos, está en continua redefinición de significantes y de conceptos. Un político que no se diferencia de los demás por la elasticidad de sus límites éticos, por desgracia tan común, sino por la ausencia de lógica en sus movimientos. Hasta tal punto que lo único previsible en él es la convicción de que el poder lo sitúa automáticamente en el lado correcto, y por lo tanto le proporciona bula para decidir lo que considere conveniente en cada momento.
Eso es lo que explica su comportamiento sobrado. La impavidez para abjurar de sus promesas con descaro, el desdén para ningunear al Rey, el desenfado para pactar con Iglesias tras haberlo despreciado o para humillarse ante los separatistas sin el menor embarazo, el alarde autoritario de enviar a su ministra de Justicia a la Fiscalía del Estado. A la oposición le va a costar encontrar la manera de hacerle daño: quizá no haya otra que la de ir confrontando la realidad con sus actos. Pero eso necesita cierto tiempo, que en esta política es un bien escaso. Entretanto conviene dejar de llamarse a escándalo y superar una perplejidad y una indignación que tiene amortizadas de antemano gracias a la abrumadora superioridad de su aparato mediático. Este juego de engaños lo ganará quien mejor resista el cansancio.