IGNACIO MARCO-GARDOQUI-El Correo

Normalmente, a las empresas les llegan los problemas por aspectos relacionados con la competividad interna. Una vez que la globalización ha conseguido que la inmensa mayoría de las materias primas y los productos intermedios se internacionalicen, esa parte de los costes se presenta como igual para todas. El partido se juega en la energía, en los costes salariales y en la tecnología, que son cuestiones más complejas. Lo primero tiene fuertes vinculaciones con las regulaciones nacionales -no son siempre favorables- y con los tratamientos fiscales, que no son ni neutrales ni homogéneos. Lo segundo depende de muchos otros factores, como las reglamentaciones laborales y el nivel de las cotizaciones. Y por último tenemos a la tecnología, que depende de la inversión y de la ‘visión’. Y la suma de todo ello condiciona las productividades obtenidas que, a su vez, son deudoras fundamentalmente de la educación.

Así pasó en su día con la terrible crisis industrial de finales de los 70 y primeros de los 80, cuando al desaparecer las barreras de protección arancelaria, nuestras empresas se vieron obligadas a competir a pecho descubierto contra todas las del resto del mundo. Muchas, muchísimas, no supieron/pudieron hacerlo y se vieron forzadas a desaparecer. Otras muchas, aunque más pequeñas, surgieron de sus cenizas en lo que constituye un buen ejemplo de la destrucción creativa.

Por el contrario, la crisis actual tiene un componente diferente, basado en la ausencia de demanda en el mercado. En gran medida este descenso está motivado por la caída de la actividad a que nos ha conducido el confinamiento obligado por la pandemia, que parece no tener fin en algunos sectores como el automóvil, la aviación, el turismo, etc. En muchos casos esa caída se agrava con los bruscos cambios operados en los mercados, con la preeminencia de lo digital y lo verde.

Las empresas no tienen en su mano el control de todos los aspectos que determinan su competitividad. Con caídas de demanda cercanas a la mitad, como le pasa al sector de los tubos, o a un tercio, como le sucede al automóvil, la gestión se acerca a lo imposible. Por eso es vital la flexibilidad, ¡maldita palabra!, a fin de acomodar la estructura de costes a la realidad del mercado. La reducción de las plantillas no es inevitable -aunque sí es un plato habitual en el menú de las crisis-, pero sí lo es la adecuación de los costes. Sin costes, no hay márgenes. Sin márgenes, no hay beneficio. Sin beneficio, no hay inversión. Y sin inversión, no hay futuro. Nada de esto es agradable, pero todo es necesario.