Ignacio Camacho-ABC
- Es admirable cómo Italia siempre acaba encontrandoun veterano con prestigio y autoridad moral parasortear el caos
Antes de que el bipartidismo implosionara en casi todas las democracias europeas, la inestabilidad institucional era una tradición en Italia, donde un Gobierno que durase un año podía definirse como largo. La clase política transalpina siente por el bloqueo y la intriga una pasión de intensidad sólo comparable a la habilidad y la imaginación que despliega para sortear in extremis la catástrofe. Cuando las crisis recurrentes se empantanan y las rencillas y vetos mutuos ponen al país al borde del precipicio, el presidente de la República -por lo general un superviviente del antiguo orden partitocrático- recurre a un tecnócrata o un veterano con mano izquierda suficiente para dar un volantazo. Lo admirable es la profundidad de ese armario del que
siempre acaba surgiendo un Ciampi, un Letta, un Monti o un Draghi: una personalidad con el prestigio y la autoridad moral capaces de evitar el caos armando en última instancia sofisticados consensos parlamentarios.
Esa clase de figuras, y la cultura de pacto complementaria, es la que falta en una España que en los últimos tiempos se ha empeñado en transitar por las trochas más abruptas de la vía italiana. Es decir, por el egoísmo partidista, la manipulación dogmática y las conspiraciones de chisgarabises, advenedizos y tarambanas, pero sin el patriotismo ni el sentido de Estado que permitan encontrar salidas razonables al colapso. Aquí no hay segundas oportunidades para dirigentes amortizados ni existen esos patricios independientes de perfil sensato y reputación de solvencia intelectual, o no sabemos encontrarlos. Y el Rey tampoco tiene ya el margen de arbitraje que en la Transición supo ejercer Don Juan Carlos. La renovación de la nomenclatura ha consistido en un neomandarinato de oportunistas superficiales, inmaduros y sectarios, cuya calidad de liderazgo empeora además en cada proceso de recambio. A eso es a lo que se refería Felipe González con aquello de una «Italia sin italianos».
No se trata sólo de que no haya entre nosotros un tipo con el crédito que otorga haber salvado el euro. Es que si surgiese resulta probable que la sociedad no reconociese su predicamento porque ha perdido el hábito del acuerdo y abolido el respeto al mérito. Siempre es mejor, claro, no tener que recurrir a fórmulas creativas que retuerzan al límite las reglas del juego. (Cuando presentó la moción, Sánchez tampoco era diputado electo). Pero al menos tranquilizaría saber que en caso de emergencia quedan piezas de repuesto. Basta leer el breve programa de Draghi para entender lo que significa un proyecto nacional de reconstrucción estratégica que en España brilla por su desoladora ausencia. El fracaso siempre es una opción, y no es imposible que los populistas de derecha o de izquierda acaben echando la solución por tierra. Es en la voluntad de intentarlo donde radica la diferencia. Allí lo llaman finezza.