Antonio Elorza, EL CORREO, 6/10/12
Identidad catalana e independencia resultan indisolublemente asociadas en una dinámica encabezada por los decisionismos de Mas, al margen de las leyes vigentes
Las implicaciones políticas del fútbol son conocidas desde hace tiempo. Incluso hubo una breve guerra entre Honduras y El Salvador tras un partido de fútbol. A lo largo de un siglo, la figura del hincha de este o aquel equipo ha adquirido rasgos identitarios cada vez más agresivos. Los asistentes a los partidos se disfrazan de jugadores, al vestir la camiseta del club, y los seguidores del equipo visitante son recluidos en ghettos. Surgieron grupos de ultras en casi todos los campos, incluso en los nuestros, antes ejemplo de deportividad. La irradiación de los grandes equipos alcanzó al espacio político. Bajo la presidencia de Santiago Bernabéu, ‘el caballero del deporte’ de Acción Popular en los años 30, el Real Madrid se convirtió en el escaparate deportivo del régimen, que le protegió hasta extremos ridículos: recordemos la censura oficial ejercida para ocultar el incidente en que Di Stefano lanzó una toalla mojada contra un periodista en el vestuario de Atocha. Y de formas diferentes, si el Barça fue ‘molt més que un club’, según la afortunada definición de Vázquez Montalbán, también lo fue el Athletic, respaldado por un amplísimo espectro ideológico, más allá de las fronteras del nacionalismo, sirviendo de emblema a la personalidad vasca en los tiempos difíciles del franquismo. ‘Gora gu ta gutarrak!’, era el lema de nuestra pancarta en las visitas del Athletic al Bernabéu.
La fundación por Silvio Berlusconi de Forza Italia supuso un giro copernicano en la relación entre fútbol y política. De un lado al convertir la adhesión a un equipo en patrón para la militancia política; de otro al iniciar el camino que debía convertir la elección racional del ciudadano en subordinación ciega a la causa de un líder. En España, al desaparecer progresivamente la competencia de otros clubs menores por el campeonato, la partida con dos únicos jugadores, Barça y Madrid, supuso un paso más en la implicación política del deporte, especialmente en Barcelona: el enfrentamiento entre los dos clubes multimillonarios se convirtió en duelo a muerte de dos personalidades políticas, Catalunya y Madrid/España. En el marco actual de radicalización de la vida política catalana, resulta lógico que esa utilización del fútbol por la política llegue a sus últimas consecuencias: un partido Barça-Madrid en precampaña electoral constituye la ocasión óptima para exhibir, mediante una senyera configurada por todos los asistentes, la unanimidad del Pueblo Catalán en su aspiración por la independencia. Pasión por otra parte bien reciente, pues hasta no hace mucho el independentismo andaba por un 20%.
En cuanto operación televisada de marketing político, tanto de cara a Catalunya como ante Europa, la operación era de antemano todo un éxito. Pocos se preguntarán qué diablos ha pasado para que esta gente de Barcelona transfiera de golpe su entusiasmo deportivo por la adhesión ferviente a la causa de la independencia. La respuesta podría ser bien simple: la crisis económica ha impulsado a Artur Mas en su huida hacia delante frente al alto grado de malestar social, para convertirlo en factor de movilización independentista, una jugada que sus miles y miles de seguidores han aceptado. El tema del ‘expolio’ sirve de enlace y es tal vez el que más adhesiones procura, en la medida que el concierto/ pacto fiscal fue rechazado por el gobierno.
Amén de lo que puede suceder si entran en acción los respectivos ultras, lo preocupante de la conversión del Barça-Madrid en espectáculo independentista es lo que supone al expresar una concepción política en la cual los hasta hace poco mayoritarios no-independentistas son pura y simplemente expulsados de la condición de ciudadanos activos. Ni una palabra entre las miles pronunciadas en torno al eje del discurso decisionista de Artur Mas les es dedicada. Son especie a extinguir. Identidad catalana e independencia resultan indisolublemente asociadas en una dinámica encabezada por el decisionismo de Mas, al margen de las leyes vigentes. Se trata de subordinar los mecanismos de la democracia representativa, con las elecciones reducidas a plebiscitos para la independencia, a los supuestos mandatos derivados de las movilizaciones de masas, cuyo mensaje él traduce en decisiones políticas trascendentales para el destino de Catalunya. Tapa así con éxito las protestas surgidas contra su política económica y se sirve del profundo malestar social para atraer adeptos. Buena muestra ha sido la actitud de Iniciativa per Catalunya, que ha olvidados sus críticas para sumarse a Mas en nombre de la leninista autodeterminación.
Es un viraje sustancial de un nacionalismo que durante décadas se había convertido en punta de lanza de la modernización política de España. En 1975, para muchos demócratas, entre quienes me cuento, Catalunya era el modelo, especialmente en la izquierda y nada hacía prever que independentistas o no, la Generalitat y sus seguidores iban a embarcarse en un proyecto de homogeneización acelerada de la sociedad catalana donde el pluralismo resultaría borrado para atender al único objetivo: la independencia.
Esa presión generalizada sobre la sociedad, practicada en nombre de los fines sagrados de un ‘patriotismo de comunidad’, converge en su desenlace con lo ocurrido en la sociedad vasca, reducida a la hegemonía nacionalista por efecto del terrorismo etarra, plegando conciencias y callando voces. En el caso catalán las implicaciones son también graves, porque el PSC no ejerce resistencia alguna. Si se imponían, los independentistas del PSC formaban de inmediato parte del frente secesionista; al perder, reventarán al partido. El efecto-mayoría ejerce un irreprimible efecto de arrastre, haciendo de la nación un colectivo intolerante de hinchas políticos, sin espacio para la manifestación pública de la disconformidad. Muchos abertzales se estarán mirando en ese espejo.
Antonio Elorza, EL CORREO, 6/10/12