El Correo-MANUEL MONTERO
Nuestros partidos democráticos deberían aprovechar el impulso regenerador de la exhumación de Franco para eliminar los espacios públicos ocupados en las fiestas por intolerantes
El cuarenta aniversario de las fiestas populares ha tenido su intríngulis. La recuperación festiva que acompañó a la llegada de la democracia se ha celebrado con entusiasmo. Ahora bien, las versiones que predominan en el País Vasco no la asocian a la democracia, pues la menosprecian, sino a «grandes cambios políticos y fuertes movimientos populares» que, dicen, hubo en 1978. La idea clave es «fuertes movimientos populares».
Visto cuarenta años después, cabe matizar el carácter popular del fenómeno, pero no sería discutible su asociación con la fuerza. El modelo festivo nacido en la transición se muestra granítico, férreo. Rocoso.
Lo habrá comprobado cualquiera que haya paseado por el recinto festivo del Arenal en Bilbao. Alguna vez se le llama «el corazón de la fiesta», pero es un corazón de piedra. Se mantiene idéntico a sí mismo, inmovilista, incapaz de evolucionar. Da en Parque Jurásico: ideológica y estéticamente no ha pasado el tiempo. Constituye el marco de expresión del radicalismo abertzale, el sitio donde manda, una especie de mundo feliz para gentes de su cuerda. Proliferan sus consignas, las fotografías de terroristas presos, en una estructura argumental cerrada en la que hoy entran ‘los chicos de Alsasua’, presentados como unas tiernas criaturas. Ha sido el ambiente predominante, exhaustivo: los eslóganes de la izquierda abertzale y su estética se entremezclan con las de colectivos antisistema que parecen complemento o extensión.
Sirve el mentado ‘recinto festivo’ para difundir las nuevas reivindicaciones, pues junto al omnipresente «presoak etxera» en sus distintas versiones ahora marca tendencia la oposición al tendido eléctrico FranciaEspaña. Nada nuevo bajo el sol por la habitual hostilidad de esta peña a las infraestructuras modernas.
Hay comparsas que convocan a manifestación batasuna en apoyo de los terroristas presos. Las ‘comparsas de Bilbao’ se adhieren a similar convocatoria para octubre. El ‘homenaje a la ikurriña’ que siguen realizando –en el mundo feliz el tiempo se detiene– incluía el mensaje «banderas de España fuera de nuestras calles». Es libertad de expresión, pero suena excéntrico que tal agresividad sectaria se presente como representación popular de las fiestas.
Tampoco se entiende la propia agresividad, que choca con el concepto de lo que es una fiesta, a no ser que se la conciba como una lucha. Al paso que vamos, en el País Vasco reinará cotidianamente la tranquilidad hasta la llegada de las fiestas, entendidas como combate de la izquierda abertzale: si no estalla es porque nadie rechista ante la intolerancia ideológica.
Asombra la persistencia durante cuarenta años de la misma expresión ideológica, sin evolución alguna. El mundo cambia, pero nada hace mella en nuestros libertadores. Con un discurso que identifica el pueblo y la autenticidad popular con el submundo de la izquierda abertzale, nada sugiere pluralismo o diversidad. Las txosnas resultan replicantes, repiten lemas y posturas aguerridas.
Han fosilizado y los vestigios de otros tiempos llenan todos los rincones. Los fosilizados seguirán viéndose alegres y combativos, pero resultan antiguallas repetitivas.
Asombra también que el recinto ‘popular’ haya permanecido estas cuatro décadas aferrado a los planteamientos que agredieron a la sociedad vasca y a la democracia. Nació en vísperas de que el terrorismo alcanzase su mayor intensidad y subsistió durante las décadas en las que ETA asesinó, secuestró y extorsionó. No hay memoria de que los colectivos que dominan el recinto se pronunciasen nunca en contra de la violencia terrorista o estuviesen con las víctimas. Todo lo contrario.
Se mantiene fiel a sus formas primigenias: ha petrificado. El recinto fósil sigue siendo una especie de territorio comanche, de hegemonía de una ideología minoritaria y agresiva, que sigue difundiendo variantes de los mismos planteamientos de hace cuarenta años.
Culmina la perplejidad el tratamiento general que recibe esta disfunción. A tal antigualla fósil se le suele dar el carácter de representación popular de las fiestas, casi con carácter oficial. Es la versión que se difunde. Las instancias públicas parecen satisfechas por la fragmentación ideológica de la fiesta, que da un papel destacado a quienes han combatido durante décadas el pluralismo y siguen en sus trece. Cabe suponer que los colectivos que defienden esta ideología agresiva no reciben ninguna subvención –sólo faltaba– pero se les cede un espacio público para usarlo para la propaganda. ¡Hasta hablan de «militarización» por la presencia de policía municipal! Como si les correspondiese también la función de regular el orden público, van crecidos: todo se andará.
Seguramente el fósil sobrevive porque el Ayuntamiento y las fuerzas democráticas no quieren meterse en líos, que no les llamen fachas o resentidos, según costumbre. O porque algunos ven al radicalismo como la expresión auténtica del pueblo vasco. O ‘por la paz un avemaría’ se justifica cerrar los ojos. Así que subsiste la impostura de llamar «espacio popular» a la feria anual de la izquierda abertzale, convertida en la representación del pueblo de Bilbao, pese a que sólo le vota el 15%.
Nuestros partidos democráticos deberían aprovechar el impulso regenerador de la exhumación de Franco para eliminar también estos espacios públicos ocupados por intolerantes.
Aunque quizás en este punto estarán por la labor de mirar hacia otro lado. Resulta más fácil arremeter contra las reliquias históricas que contra fósiles en activo.