Editorial-El Español

El fracaso de la Conferencia de Presidentes celebrada este viernes en Barcelona, que se ha saldado sin ningún acuerdo, arroja la fotografía de una España rota en lo político y en lo territorial.

Aunque Pedro Sánchez llamó a los participantes a «dejar la crispación en el perchero», el clima del encuentro ha sido tan desapacible como podía esperarse en un contexto de trato preferencial del Gobierno al nacionalismo que solivianta al resto de Comunidades Autónomas.

Empezando por la cuestión de la incorporación a la Conferencia de la traducción simultánea, a la que Sánchez accedió por petición de Imanol Pradales y Salvador Illa, y que ha llevado a Isabel Díaz Ayuso a abandonar la sala cuando el lehendakari y el president han iniciado sus intervenciones en euskera y catalán.

Este absurdo entorpecimiento del diálogo sólo ha servido para tensionar la situación y provocar que el foco se haya centrado sobre una polémica accesoria, en lugar de fomentar un clima de entendimiento que permitiese abordar cuestiones tan fundamentales como el acceso a la vivienda o la crisis migratoria.

Pero es que puede decirse que este fracaso ha sido, en el fondo, querido por el Gobierno. Porque no cabe esperar consensos de calado si se organiza una reunión sin la suficiente preparación para discutir los grandes temas que afectan al país concediendo diez minutos por interviniente.

Ya que el Gobierno ha querido revestir a la Conferencia de una inoportuna dramaturgia de cumbre de jefes de Estado, que al menos hubiera emulado el funcionamiento de estas y hubiera dispuesto debatir los asuntos previamente a ponerlos en común en la reunión.

En realidad, a Sánchez sólo le interesaba la foto de lo que ha sido, una vez más, una estéril sucesión de monólogos, pero no albergar un auténtico foro deliberativo respaldado por documentación técnica. Por eso, no se equivoca Feijóo cuando resume que «el Gobierno quería que esta reunión fuese un paripé para tapar sus escándalos y su parálisis».

Hasta el punto de que Sánchez se ha negado a someter a votación los ocho puntos que las trece comunidades del PP le forzaron a incluir en el orden del día.

El presidente ha querido evitar sufrir una derrota no sólo en los ocho puntos del PP, sino también en los tres que había traído el propio Gobierno. Porque de esta forma se habría patentizado la minoría del presidente, que probablemente habría perdido todas las votaciones ni siquiera por trece a siete, sino por catorce a seis, dado que Emiliano García-Page se ha alineado con el PP en las principales cuestiones tratadas.

Todos los barones del PP han exigido la convocatoria de elecciones para acabar con los escándalos que enturbian la política nacional y salir de la situación de bloqueo, tal y como hiciera Page hace unos días.

Y también ha coincidido el presidente manchego con los barones del PP en rechazar el decretazo sobre el reparto de menas pactado con Junts, el cupo catalán que Illa acordó con ERC y la aportación de las CCAA al plan de vivienda de Sánchez mientras no se debata el nuevo modelo de financiación autonómica.

Esta Conferencia de Presidentes, además de una nueva oportunidad perdida para establecer una coordinación interterritorial, ha visibilizado el «puzle roto», en afortunada expresión de Page, en el que se ha convertido el país bajo el modelo polarizador de Sánchez.

La integración del separatismo en la gobernanza nacional y la política del muro ha conducido a la voladura de todos los puentes institucionales, lo que ha sumido a España en una parálisis que la hace incapaz de abordar los problemas más perentorios.

La incomunicación política y territorial y la soledad del Gobierno central plasmadas este viernes son la imagen que devuelven los espejos deformantes del callejón del Gato al que la ambición ha llevado a Sánchez.