PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 13/05/17
· Hace 40 años, Nueva York se quedó sin suministro eléctrico por el fallo de una pieza que valía menos de un dólar que provocó una reacción en cadena que tumbó la red. Los servicios públicos estuvieron colapsados durante muchas horas y el pánico se extendió por toda la ciudad.
Aquel acontecimiento provocó una abundante literatura sobre la fragilidad del hombre contemporáneo. Ayer el mundo volvió a tener la misma sensación tras el ataque provocado por un virus llamado WannaCry, que paralizó grandes empresas como Telefónica y afectó, por ejemplo, a los hospitales británicos.
Todavía nos falta información para saber el origen preciso y la intencionalidad de esta intrusión en sistemas altamente protegidos como los de las compañías aéreas, los bancos o las operadoras de telefonía, que cuentan con técnicos muy cualificados para evitar estas amenazas e invierten grandes sumas en su seguridad.
Ello nos retrotrae a la vieja polémica sobre la vulnerabilidad de las sociedades desarrolladas en las que vivimos, en las que la tecnología y la ciencia proporcionan a individuos con pocos escrúpulos la posibilidad de hacer un enorme daño.
Lo hemos visto en las últimas acciones terroristas en París, Berlín, Londres y otras capitales, pero eso no es nada en comparación con lo que podría hacer algún malvado mediante la difusión en el agua o la atmósfera de ciertas sustancias químicas o la utilización de virus infecciosos para provocar epidemias entre la población. Las opciones para causar daño son infinitas.
Lo que diferencia nuestra época de lo que sucedía en el mundo hace medio siglo es que entonces la posibilidad de desencadenar el mal estaba en manos de unos pocos. No había ningún medio de conseguir explosivos de gran potencia o armas de destrucción masiva, que sólo se hallaban al alcance de los Gobiernos.
Cuando yo era niño y se produjo la crisis de los misiles entre EEUU y la URSS, el fantasma que flotaba en el ambiente era el de una guerra nuclear entre las dos potencias, con capacidad suficiente para aniquilar las grandes urbes europeas y americanas. Hoy las amenazas a nuestra supervivencia son mucho más difusas e incontrolables porque una pequeña organización o un individuo podrían provocar catástrofes de enormes dimensiones, que además no podemos preveer.
Paradójicamente y pese a que las expectativas de vida se han alargado por la alimentación y el progreso de la medicina, somos ahora más vulnerables que nunca. Y eso lo están explotando los populismos, que medran en el clima de miedo e inseguridad que nos atenaza.
Heidegger ya veía en los años 30 el carácter deshumanizador de la técnica y sus potenciales peligros para el ser humano. Su visión pesimista se ha revelado equivocada, pero es verdad que, aunque las condiciones de vida hayan mejorado, nuestra vulnerabilidad es extrema.
En cierta forma, la tecnología ha convertido en dioses a los seres humanos, que han accedido a avances que hace pocos siglos eran impensables. Hemos llegado incluso a creer que en el futuro podríamos ser casi inmortales gracias a las expectativas de los hallazgos en materia de biogenética.
Pero llegados a este punto, nos topamos con la sorprendente evidencia de que estamos a merced de muchos factores que no controlamos y que nos hacen tan frágiles como una hoja sacudida por el viento. Nos ha sucedido como a Ícaro: hemos volado tan alto que el sol ha fundido nuestras alas. Estamos descubriendo que no somos muy distintos al hombre de hace 30.000 años, acurrucado con sus terrores en la oscuridad de las cavernas.
PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 13/05/17