Gabriel Albiac-ABC
- Hay el duro populismo a cuya demagogia se abraza un Mélenchon como de opereta. Y nada queda de los viejos partidos constitucionales
No es para esta vez la caída. Aunque el fantasma de Mélenchon mueva al desasosiego. La doble vuelta francesa no se atiene a proporcionalidad. Por fortuna. Y el análisis por circunscripciones da a Macron escaños suficientes para una mayoría. Estrecha. Pero eso es lo habitual. Recortar el poder presidencial -o, en el límite, forzarlo a ’cohabitar’ con un primer ministro del partido adverso- es un codificado mecanismo de autodefensa ciudadana.
Elecciones mayoritarias a doble vuelta, sin proporcional. Poderes ejecutivos del presidente. Verosímil divergencia entre un presidente y un Parlamento, elegidos por separado… El modelo francés busca ajustarse a una variedad estricta de la división -más aún, contraposición- pura de poderes. Dos procesos electorales diferenciados garantizan que gobierno y Parlamento no sean lo mismo.
En beneficio de que el ciudadano no se vea necesariamente apisonado por el Estado.
Francia venía, en 1958, del universo caótico de su IV República (22 gobiernos en 12 años). La V que diseña De Gaulle, blinda su estabilidad con un sistema electoral que sólo deja espacio parlamentario para dos grandes partidos. Con pequeñas variaciones en el tiempo, esos dos conglomerados se ajustaban a la topografía clásica de izquierda y derecha. Ganaba quien era capaz de concentrar, en torno a su candidatura, a aquellos que, por cuenta propia, nunca podrían pasar la barrera del todo o nada. Eso dio, durante medio siglo, un Parlamento previsible; aburrido, si se quiere. Pero estable.
A partir de los últimos años de aquel inquietante caudillo, transeúnte de todas las ideologías, que fue François Mitterrand, el equilibrio empezó a tambalearse. El, antaño influyente, PCF había sido dinamitado tras la caída del Muro y, reliquia del pasado, se desleía en la nada. La omnipotencia personal de Mitterrand acabó por sorber el alma de un Partido Socialista de cuya agonía hubo de alzar acta Hollande en 2017. Para proceder a su voladura y a la traslación de su masa votante a un Macron que ni siquiera tenía partido cuando se postuló para presidente. El juego Hollande-Macron fue un recurso de emergencia para salvar la Constitución. Funcionó.
Cinco años después, la nave sigue a flote. Pero el horizonte se ha ennegrecido. No hay ya sólo el riesgo de aquel lepenismo cuyos orígenes fascistas promocionó Mitterrand para desangrar a la derecha clásica. Hay, además, el duro populismo a cuya demagogia se abraza un Mélenchon como de opereta. Y -lo que es más grave- nada queda de los viejos partidos constitucionales. La V República funciona hoy sólo sobre el atractivo -muy erosionado- de un joven presidente que entra en su última legislatura. Sólo un milagro evitará que, en 2027, el reparto político de Francia haya de jugarse entre Mélenchon y Le Pen. Con la abstención como único voto digno.