GUY SORMAN – ABC – 13/06/16
· «La revolución, a la que se alaba sin cesar, se enseña a todos como algo único y perfecto y se muestra como algo necesariamente positivo. Poco importa que condujese al Terror en octubre de 1789, a las matanzas en masa de 1793, y luego a la dictadura de Napoleón.
· «La rebelión de 2016 es de tipo revolucionario, pero la exigencia prioritaria de los que queman neumáticos es mantener el statu quo; lo que les importa es que nada cambie»
«Los franceses están más dotados para hacer la revolución que para hacer reformas», escribía Alexis de Tocqueville en su cuaderno de notas, en 1848. Tocqueville, diputado del departamento de La Mancha, recorrió París durante las revueltas ataviado con su banda tricolor con la esperanza de que no la emprendiesen con él, para apreciar por sí mismo la magnitud de los combates en las barricadas entre el Ejército y los obreros. En este verano de 2016 de rebelión contra el Gobierno, es la extrema izquierda la que se enfrenta a la izquierda.
Pero no se ven barricadas en la capital, porque después de los «acontecimientos» de Mayo del 68, los adoquines se sustituyeron por asfalto y París se ha convertido en una ciudad burguesa. Las manifestaciones de carácter revolucionario afectan sobre todo al resto del país, donde los sindicalistas de filiación marxista queman montañas de neumáticos para bloquear centros de distribución de gasolina.
La tentación revolucionaria sigue siendo una constante política y cultural en la Francia contemporánea. Solo algunas minorías activas, los sindicatos y los docentes trotskistas cometen actos de violencia, pero los sondeos nos muestran que el 60 por ciento de los franceses considera que esta resistencia a la pequeña liberalización del mercado laboral propuesta por el Gobierno de François Hollande es legítima. Esta mini-revolución de 2016 no enfrenta a la derecha conservadora contra una izquierda obrera, como en 1848, sino a una izquierda en vías de reconciliarse con la economía real contra una izquierda utópica, anticapitalista y reacia a cualquier reforma que se perciba como una «americanización» de la sociedad francesa. A lo largo de los siglos, los partidos enfrentados y los argumentos evolucionan, pero la idea misma de revolución sigue siendo inmutable y más bien respetable, y eso es algo exclusivo de Francia.
Esta singularidad se explica por la glorificación de la Revolución de 1789, considerada como fundadora de la Francia moderna. La revolución, a la que se alaba sin cesar y nunca se cuestiona, se enseña a todos como algo único y perfecto y se muestra como algo necesariamente positivo. Poco importa que condujese al Terror en octubre de 1789, a las matanzas en masa de 1793, y luego a la dictadura de Napoleón. Como nos enseñan en el colegio, solo fueron percances en el camino. La «Revolución es un bloque», declaraba George Clemenceau, periodista y hombre de Estado, en un famoso discurso electoral de 1891.
Hubo que esperar al historiador François Furet, profesor en París y en Chicago, autor de «Pensar la Revolución francesa», de 1978, para distinguir las dos Revoluciones francesas, la de 1789, de esencia liberal, y la de 1793, totalitaria. Pero esta sutil distinción, aunque hoy en día haya sido adoptada por la mayoría de los historiadores, apenas ha afectado a la opinión popular favorable a «la Revolución en bloque». De este modo, cualquier partido, cualquier movimiento social o intelectual que defienda la Revolución, se dota automáticamente de una especie de legitimidad histórica incuestionable.
Los comunistas franceses lo entendieron así desde la creación de su partido en 1920, un partido que sigue vivo –lo cual es una excepción en Europa– al afirmar que eran seguidores no de Lenin, sino de los jacobinos de 1793 y de los comuneros parisinos de 1871. La retórica de los comunistas y los trotskistas de que son los herederos y los continuadores de la Revolución francesa, arraigados en la larga historia de una Francia inmutable, pronto cumplirá un siglo.
Recuerdo que, en 1981, François Mitterrand, que acababa de ser elegido presidente con el apoyo del Partido Comunista, explicaba a sus interlocutores de los círculos intelectuales que iba a rematar la obra de la Revolución, iniciada en 1789, pero todavía sin concluir. Eso se tradujo entonces en una campaña de oprobios contra los «ricos» y la confiscación por parte del Estado de todas las grandes empresas. En 1986, el Gobierno de Jacques Chirac se las devolvió a sus propietarios.
Aunque es glorioso que Francia defienda la Revolución, observamos que el término abarca las posiciones ideológicas más diferentes. En 1940, el mariscal Pétain declaraba que la transformación de Francia en una sociedad fascista era una «revolución nacional». En mayo de 1968, los estudiantes hicieron una revolución, pero su principal reivindicación era la libertad sexual y la expulsión de los «viejos», lo que llevó al sociólogo Raymond Aron a definir Mayo del 68 como una representación teatral de la Revolución, más que como una revolución.
La rebelión de 2016 es de tipo revolucionario, pero la exigencia prioritaria de los que queman neumáticos es mantener el statu quo; lo que les importa es que nada cambie y que la izquierda no se adapte a los tiempos modernos. Por una extraña inversión de su significado, la Revolución se ha convertido en una nostalgia de la Revolución del pasado, una Edad de Oro situada en el pasado en vez de en el futuro. La Revolución se ha convertido en una revolución, una vuelta completa con regreso al punto de salida. Solo permanece intacto el análisis de Tocqueville.
GUY SORMAN – ABC – 13/06/16