Gabriel Albiac-El Debate
  • Los movimientos oscilantes del presidente de la República en estos meses solo pueden ser entendidos desde la constancia del muro al cual se enfrenta.

En términos numéricos, el horizonte de la Asamblea Nacional Francesa está herméticamente clausurado. La contabilidad exige un mínimo de 289 votos para que pueda formarse un gobierno. Y, por orden decreciente de escaños, la composición del parlamento es la siguiente: Agrupación Nacional (RN) de Marine Le Pen, 126; Juntos por la República (EPR) del Presidente Macron, 97; La Francia Insumisa (LFI) de Jean-Luc Mélenchon, 72; Grupo socialista de François Hollande (SOC), 66; Derecha Republicana (DR), 47; Ecologistas (ECO), 38; Grupo demócrata (DEM), 36; Horizontes (HOR), 33; Grupo de libertades y territorios (LIOT), 22; Grupo comunista (GDR), 17; Grupo ¡A la derecha! (AD!), 16; Otros, 7.

Sobre ese total de 577 escaños corresponde componer una suma que esté por encima de los 288,5 diputados: no existe otra posibilidad de formar gobierno. Los movimientos oscilantes del presidente de la República en estos meses solo pueden ser entendidos desde la constancia del muro al cual se enfrenta.

No pienso que elegir como primer ministro a Michel Barnier fuera la primera hipótesis con la que trabajó Macron. Un previo movimiento parece haber sido intentado para arrancar a los socialistas de François Hollande de esa alianza suya con los «insumisos» de Jean-Luc Mélenchon, que los más sensatos ven como el golpe de gracia a la ya tan debilitada socialdemocracia francesa. A fin de cuentas, fue Hollande quien llevó a Macron a la política y no hubiera debido ser demasiado abrupto recuperar su relación de hace un decenio. La gestión no prosperó. Por el mismo, irrebasable, dato contable: los 163 que sumaban ambos, quedaban abismalmente lejos de la mayoría. Hollande sabía —lo sabía Macron— que ninguna suma podía prosperar sin la inclusión de los votos, o bien de Mélenchon, o bien de Le Pen. El resto de los grupos, derecha y centro-derecha, no podían, por sí solos, garantizar una suma suficiente: la más cercana, que, además de macronistas y socialistas, agrupase a toda la derecha y centro clásicos, no pasaría de los insuficientes 279 votos.

Entre Mélenchon y Le Pen —entre un populismo izquierdista, más bananero que europeo, y un populismo en los límites extremos de la derecha—, elegir era arriesgado. Al final, el demenciado líder del Nuevo Frente Popular facilitó mucho las cosas, al anunciar su decisión de no aceptar convivencia alguna con la presidencia y exigir la dimisión inmediata de Emmanuel Macron. Quedaba solo la Agrupación Nacional. En tiempos del padre de Marine Le Pen —hoy su más feroz enemigo político—, la operación hubiera sido inviable. Es verosímil ahora, porque Marine ha ofrecido posibilitar el acceso a la jefatura del gobierno de un político de la derecha gaullista, Barnier, muy prestigiado por su papel en la negociación del Brexit. Pero es esta —no hay secreto en ello— una concesión bajo tutela de la Agrupación Nacional. Esa misma que, en vísperas de las elecciones, veían como intolerable estos mismos que hoy van a depender permanentemente de sus escaños.

Michel Barnier logrará, muy verosímilmente, formar gobierno. ¿Cuánto pueda durar? No es fácil esperar que demasiado. Los tres años que quedan hasta las próximas presidenciales se anuncian como un infierno para Francia.