José Ignacio Calleja-El Correo
- El Papa fallecido impulsó la reforma ‘posible’ de la Iglesia y mostró que vivir la fe pasa por la justicia para los últimos del mundo
Después de doce años, todavía es posible escuchar con emoción el nombre de Francisco como Papa y ver su figura contenida en el gesto, el vestido y las palabras en el primer encuentro con la multitud. Para quienes nada sabíamos del cardenal argentino, Bergoglio, aquella aparición tenía algo eléctrico, sin saber muy bien por qué. No era lo mío la pasión ciega de un católico por el nuevo Papa, sino una intuición de que allí había un obispo distinto.
Francisco ha sido un Papa que accedió a la sede pontificia sustituyendo a Benedicto XVI, quien acababa de renunciar al primado para sorpresa de propios y extraños. Representaba, además, otra imagen de la Iglesia en varios sentidos: personales e institucionales, pastorales y expresivos. Cada uno de esos papas parecería que solo podía ser elegido si la intención fuese mostrar la Iglesia en dos dimensiones. Una idea simple sería decir en blanco y negro, pero no es esa mi propuesta, sino lo dicho, en dos dimensiones. Más trascendente la del uno, más inmanente la del otro; más desconfiada del ser humano en un caso, más paciente con nuestra debilidad la del otro; más pesimista por un mundo sin Dios, aquel, más desazonado por «los pobres y Dios», el otro. Si sumamos ambas sensibilidades, no es difícil ver que son acentos y formas que las diferencian mucho, pero sin llegar a invalidarse. Pienso así.Y es que habría que conocer el itinerario vital de cada uno de los papas, y de cada una de las personas que en el mundo somos, para valorar los condicionamientos que nos hacen más sensibles a las distintas dimensiones de la existencia; en particular, al bien desde los honestos, la verdad desde los marginados, la belleza desde los poetas, la confianza desde los sencillos y el dolor desde los compasivos. No son caminos separados, sino diversos en la misma vocación, la de ser personas unos con otros, ‘en solidario’ que se dice, y no en solitario.
Tomó el timón en medio de una tempestad que apenas atisbábamos y tuvo que abordar la lacra de la pederastia
El caso es que allí apareció Francisco, aquel marzo de 2013, como llegado del fin del mundo al centro de la Iglesia romana y tomó el timón en medio de una tempestad que nosotros, abajo, apenas atisbábamos. Con los días, Francisco se ha manifestado como un Papa con carácter de mando, eso lo hemos sabido poco a poco, concentrado doctrinalmente en cómo traer a Jesús de Nazaret, Jesucristo, al centro de la Iglesia, y no al contrario, hacer de la Iglesia el centro sobre Jesucristo. Alrededor de esta intención sustantiva, Francisco ha tenido que abordar la lacra de la pederastia en muchos ámbitos eclesiásticos, la reforma de la Curia vaticana como estructura de poder, opacidad y carreras personales, la revisión, cuando no anulación, de nuevos movimientos eclesiales, perdidos en el extravío moral, y un proceso sinodal muy compartido y discutido -no es contradictorio- que está lejos aún de concretarse pero que avanza. No sé si las mujeres me acompañarán en esta afirmación.
Amparado en su capacidad de mando, y con un estilo muy personal de hacerlo, con pocas delegaciones de poder en lo posible -tras la muerte de Benedicto XVI más claramente, y hechas a personas muy fieles-, Francisco ha ido impulsando la reforma ‘posible’ de algunas estructuras de la Iglesia y apoyando una teología de la evangelización muy pegada a la historia cotidiana desde su reverso. Su máxima, en mi lenguaje, que el cielo no es la tierra, pero que no se puede llegar al cielo sin pasar por la tierra, desviviéndose en compasión y justicia.
En este crisol, Francisco ha elegido ámbitos de la vida humana que ha creído imprescindibles a la Iglesia y muy íntimos al ser de Jesús, a la comunidad cristiana primitiva y a los mejores santos de todos los tiempos. Y ¿la razón? Asumir los sufrimientos más dolorosos del ser humano, y de los más ignorados en particular, «porque Dios es así», dice el Evangelio. O de otro modo, que la condición humana es la misma en todos y que a todos se la debemos como a nosotros mismos y nuestras familias.
En este recorrido vital de un anciano, 88 años de vida, llega la muerte. Hay varias reformas a medias, muchas. Veremos. Francisco ha mostrado que vivir la fe pasa por la vida justa de los últimos del mundo. Sin desvivirse por un mundo justo y compasivo nadie llega a Dios; al Dios de Jesús quiero decir y esto es muy especial en su testamento. Veremos. Descanse en paz.