EL CONFIDENCIAL 25/11/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
La primera certeza de todas es la de que vivimos en lo que Vargas Llosa denomina “la civilización del espectáculo”. Consistiría en la conversión de la propensión “a pasarlo bien” como “un valor supremo” que tiene “como consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”. Palabras del nobel hispano-peruano que se ajustarían como anillo al dedo al tratamiento de algunos medios de comunicación al relato del pequeño Nicolás.
Este muchacho es un crack, no tanto porque resulten verosímiles sus historietas, cuanto por haber conseguido con ellas, algunas fotos y un cuajo que para sí quisieran experimentados hombres públicos, copar las cuatro columnas de la portada del segundo periódico por difusión de España y el prime time de dos televisiones comerciales el pasado sábado.
No soy quién para advertir sobre la peligrosa derivada de determinado periodismo, pero tengo la experiencia suficiente y algunos conocimientos profesionales para afirmar que la labor del periodista consiste en intermediar entre los hechos y la sociedad para valorarlos, verificarlos y contextualizarlos y ofrecer así al público una versión veraz y aquilatada de lo noticioso.
· A una enorme mayoría de ciudadanos les resultaría perfectamente factible que Francisco Nicolás Gómez haya podido poner en jaque a unos y a otros. Las supuestas andanzas del personaje formarían parte de la percepción de desconcierto, improvisación y falta de rigor de nuestro sistema institucional
Pagar a un joven que presenta claros síntomas de megalomanía para que deponga sus irresponsabilidades ante cientos de miles de lectores y millones de espectadores constituye una práctica deontológicamente discutible que abre de par en par la puerta a la quiebra de esa función intermediadora de los periodistas que es la única razón profesional de nuestra existencia. Si los profesionales de la información no añaden valor a lo que cuentan –rigor y veracidad–, sobran.
La segunda certeza es que Francisco Nicolás Gómez puede ser un sicópata, pero no es un imbécil. Porque, además de poner en jaque a los medios de comunicación, consiguió un efecto añadido: obligar a la Casa del Rey, la vicepresidencia del Gobierno, el CNI, dos ministerios y la Comunidad de Madrid a que desmintieran sus versiones. No es nada seguro –sino todo lo contrario– que el remedio haya sido mejor que la enfermedad. Los desmentidos, según en qué casos, lejos de restar credibilidad al rectificado, refuerzan la fiabilidad de su tesis, más aún cuando se concita una auténtica muchedumbre que, sobre el deseo de pasárselo bien, se felicita de que un joven de veinte años toree –además de a los medios y periodistas– a unas instituciones a las que se les niega su reputación.
La tercera certeza se deriva de la anterior: el sistema institucional español es tan frágil, tan débil, tan quebradizo, que a una enorme mayoría de ciudadanos les resultaría perfectamente factible que Francisco Nicolás Gómez haya podido poner en jaque a unos y a otros. Las supuestas andanzas del personaje formarían parte de la percepción de desconcierto, improvisación y falta de rigor institucional y político en la actual coyuntura. De ahí que lo que era una cuestión menor –un muchacho con una creatividad hipertrofiada– pueda convertirse en un asunto mayor. Pedro Sánchez –que pasa de inspirar confianza a provocar pánico– ya ha dicho que “el Gobierno tendrá que explicarse”. Lo que le faltaba a Rajoy.
· Algo de cierto –de inquietantemente cierto para algunos– podría contar este chico. Pero no secretos de Estado. Otros secretos más humanos, más domésticos y más usuales. E infinitamente más vulgares
La última de las certezas de la emergencia de Francisco Nicolás López la escribió ayer en magnífica crónica –esta sí que periodísticamente impecable– José María Olmo en El Confidencial bajo el título “La última gran farsa del pequeño Nicolás”, en la que nuestro compañero codificaba un mensaje que resume la dimensión de la verdad y gravedad que encierra este asunto.
Escribía Olmo que “hay más gente nerviosa. Las personas que realmente mantuvieron un contacto fluido con el chico, intercambiaron con él correos y mensajes de texto que revelan una conducta como mínimo cuestionable. Estas comunicaciones no tienen nada que ver con grandes secretos de Estado sino con otro tipo de actuaciones. Lo último que quieren sus protagonistas es que esa información acabe divulgándose. El pequeño Nicolás lo sabe y va a utilizar esa carta para tratar de escribir un capítulo en su huida hacia delante”.
O sea, que algo de cierto –de inquietantemente cierto para algunos– podría contar este chico. Pero no secretos de Estado. Otros secretos más humanos, más domésticos y más usuales. E infinitamente más vulgares. Y que quizás, a determinadas personas, sean los que realmente interesen. Al buen entendedor con pocas palabras debería bastar.