Manuel Montero-El Correo

  • El neoantifranquismo tiene un aire cutre, se opone a un régimen que no existe. Sin riesgos, quiere darse una pátina de valentía política

En las dos últimas décadas se ha producido un retorno del franquismo. Está ahora mucho más presente en el discurso político que durante los treinta años anteriores. Tal resurrección no ha venido de los franquistas ni de la nostalgia de la dictadura. Su vitalidad pública se debe al antifranquismo sobrevenido, que de forma inopinada invade al sedicente progresismo, con el Gobierno a la cabeza. Parece que quieren acabar como sea con el régimen, cincuenta años después. Ojalá tan tajante oposición a la dictadura se hubiese producido por entonces.

El fenómeno provoca asombro. Franco murió hace cincuenta años y su dictadura duró cuarenta. Como la historia avanza, el peso actual de este pasado se va reduciendo. Casi dos tercios de los españoles, el 65%, ha nacido después de la muerte de Franco y menos del 20% de los ciudadanos actuales éramos por entonces mayores de edad. Verosímilmente el grupo que tenemos alguna memoria personal del franquismo somos menos de la quinta parte, ya talluditos.

Cabría esperar un alejamiento vital respecto a la dictadura. Que inexorablemente fuese quedando como objeto de estudio de los historiadores y menguase la presencia de esta lacra en los posicionamientos del día. Además, el tipo de sociedad de hace noventa años, cuando empezó la dictadura, e incluso la que dejó en 1975 dista muchísimo de la nuestra, en comportamientos y problemáticas políticas.

No ha ocurrido así, se impone el anacronismo. Sirve para la descalificación plena. A la derecha se le dice franquista con asiduidad y a cualquiera le puede caer el sambenito. También es franquista quien discrepe abiertamente de los independentismos sin salirse por la tangente del ‘diálogo’ o del federalismo. O neofranquista, heredero del franquismo o tardofranquista, de cuestionar al progresismo alambicado que se lleva ahora. El insulto no exige demostraciones, ni siquiera lógica argumental. Te llaman franquista y te toca a ti demostrar que no lo eres.

El neoantifranquismo sobrevino de forma relativamente brusca. Hacia 2006 un artículo de quien esto firma constataba que en el País Vasco sobreabundaban las referencias al franquismo, que se habían hecho más frecuentes según nos alejábamos del periodo franquista, mientras eran relativamente escasas las que había en el resto de España. Lo atribuía a la necesidad nacionalista de sostener la idea de un enemigo opresor. Con la autonomía bien afianzada, incluso al PNV le resultaba tortuoso localizar represiones antivascas, por lo que su discurso acudía al ejemplo histórico, convirtiendo al franquismo en omnipresente e intemporal, el enemigo pasado siempre actual.

El País Vasco fue un precursor. El lenguaje político español se llenó después, hacia 2010 y creciendo, de estructuras similares. La referencia al franquismo encaja con la simplificación ideológica que rehúye matices y necesita un antagonista perverso. Así, el debate político esquiva los problemas del día y se desplaza hacia una diatriba moral y al contraste bien/ mal. Este mecanismo rudimentario nada tiene que ver con la racionalidad.

¿El antifranquismo ambiental muestra las dificultades que tiene España para superar las secuelas de la dictadura? Cabe dudarlo. Nadie forzó al olvido durante los primeros treinta años democráticos, cuando las reliquias del franquismo estaban más cercanas y no impidieron que la sociedad pasase página. Contra lo que sostienen los adalides de una memoria creativa, no hubo una lucha de una sociedad antifranquista contra una presunta desmemoria, sino el brote súbito de posiciones de este tipo treintaytantos años después de la muerte de Franco. La suposición de que tales posturas se callaron hasta entonces porque no podían expresarse constituye una falacia. No se compagina con lo que sucedió en los años 80 y 90. Por entonces asegurábamos que la dictadura estaba superada y bien superada.

La actual evocación antifranquista sigue otra lógica. Arranca del vaciado ideológico de la izquierda y ahorra elaborar alternativas para la sociedad presente. No refleja memoria sino trivialidad, bajo la forma de invención de la memoria. La afirmación antifranquista se convierte en una seña de identidad, a falta de mayores sofisticaciones doctrinales. Como no resulta verosímil un antifranquismo sin franquistas, califica así cualquier propuesta que disguste a la presunta progresía. La política queda reducida al esquemita bipolar: o franquistas o progresistas. Ya solo falta convencer al ciudadano para que comparta tal simpleza.

Parte de nuestro espectro político prefiere situarse en los escnarios de hace cincuenta y noventa años. El neoantifranquismo tiene un aire cutre, pues se opone a un régimen que no existe. Sin riesgos, quiere darse una pátina de valentía política. ¿Este antifranquismo defiende la libertad?

No siempre antifranquista significa demócrata.