Gabriel Albiac-El Debate
  • Un catálogo de ministros socialistas que vistieron la camisa azul de Falange o la boina roja carlista podría sorprender a los más jóvenes o a los más ingenuos. Los de mi edad los hemos visto bajo ambos disfraces. E igual de grotescos

Pasaron cincuenta años. Como sucede siempre, el tiempo se encargó de desmentir –y desmontar– todas las previsiones. Porque quien inventa a su medida el futuro no es nuestro conocimiento. Es nuestra imaginación. Y, en ella, lo inventa sobre todo el torrente, siempre inconfeso del deseo, que no es otra cosa que apetito verbalizado. Citemos al clásico. Es obligado. «Nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos». Pero, de eso, uno tan sólo se apercibe cuando el tiempo ha pasado. Y cuando nada ya tiene remedio. Y uno ya se estrelló.

En las coordenadas que acota el 20 de noviembre de 1975, se concitó una muchedumbre de vectores: históricos como políticos. Nacionales, algunos. Si se prefiere, provincianos: las abiertas llagas de una vieja carnicería entre salvajes, que no cicatrizaron nunca; si alguien imaginaba lo contrario, no tiene más que echar una ojeada a lo que ve a su alrededor por estos días.

Otras tenían más entidad histórica: el mundo alzado tras la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de venirse abajo. Portugal y Grecia habían sido los primeros síntomas de algo que ponía en interrogante los fundamentos militares del último medio siglo: la OTAN corría el riesgo de perder su flanco sur; y el Pacto de Varsovia atisbaba la salida al Atlántico por el recto pasillo cuyas sucesivas puertas se llaman Bósforo y Gibraltar. Con Portugal y Grecia provisionalmente perdidas, tras las caídas de sus respectivas dictaduras pro-occidentales, España quedaba apuntada como el último obstáculo. Nada de lo que iba a pasar aquí se entendería sin aquellos imperceptibles movimientos de las piezas sobre el tablero crepuscular de la Guerra Fría.

Los términos de ese Gran Juego eran claros. España no podía seguir siendo una dictadura inaceptable en los estatutos de la OTAN, cuyo socio estaba destinada a ser. Menos aún era aceptable que las únicas fuerzas políticas adversas al franquismo, las comunistas de diverso signo, pudieran desplegar un jaque mate al modo del PCP portugués. Quedaba sólo poner en marcha la hegemonía de dos fuerzas pacientemente preparadas por el Departamento de Estado norteamericano desde unos años antes: el ala reformista del Movimiento Nacional y la pandilla de pícaros y aprovechados que aleccionó Langley bajo la denominación PSOE, hábilmente robada a sus ancianos propietarios. A eso llamaron ‘Transición’. Esto es, a nada.

¿Cambiaron las cosas? Claro. En los años ochenta –y, sobre todo, en Madrid– la vida cotidiana «transitó» hacia otra cosa. Francamente divertida. Sobre el principio sagrado de ignorar por completo a la mala gente que se ocupaba del corrupto oficio de la política, toda una generación decidió divertirse. A lo bestia. Ya que el Estado era aquel basurero, mejor reírse de él, mejor reírse de todo. No había pretensión de gravedad o trascendencia alguna en aquel desafío al buen sentido que fueron los ‘años rockola’. Se pagaron caros. Pero, al menos, nos pusieron la venda en los ojos que nos impidió por un tiempo ver el universo de ladrones y asesinos que se había hecho gratuitamente con el mando. Hoy son todos fastuosos millonarios.

Asesinos y ladrones no tenían más que una coartada: la de ser «antifranquistas». Era una mentira de manual, claro. Los gobernantes de los años ochenta eran hijos de los capitostes más prístinos del régimen de Franco. Un catálogo de ministros socialistas que vistieron la camisa azul de Falange o la boina roja carlista podría sorprender a los más jóvenes o a los más ingenuos. Los de mi edad los hemos visto bajo ambos disfraces. E igual de grotescos. Es lo que hay en esa cosa llamada especie humana. Siempre va más allá de lo que uno teme.

Al final, lo más divertido de todo es que, a fuerza de lanzar grandes voces contra Franco, para enmascarar sus propios orígenes personales y familiares, esta gente ha logrado, medio siglo después, resucitar a un muerto del que ya nadie se acordaba. Me pregunto qué es lo que ahora va a hacer el esposo de Begoña Gómez con el cadáver del que fue el ídolo de sus parientes.