Jorge de Esteban-El Mundo
El autor cree que mantener al dictador y a Primo de Rivera en la Basílica, «dos políticos que todavía dividen», es una aberración democrática, más en el año en el que se celebra el 40 aniversario de la Carta Magna.
EN MARZO de 2001, el fundamentalismo religioso que había asumido el Gobierno islámico ultra-ortodoxo de los talibanes, a la sazón en el poder en Afganistán, mandó dinamitar la cabeza y cuerpo de la mayor estatua de Buda existente en el mundo. Con una altura de 55 metros, tallada en la roca de una montaña, hubo necesidad de emplear grandes cantidades de dinamita y hasta misiles antiaéreos para destruirla. Todos los intentos que se hicieron, principalmente del mundo occidental, para salvar esa impresionante muestra de la historia del arte, fracasaron rotundamente.
En aquella época, los talibanes llevaron a cabo la destrucción de gran parte de las estatuas preislámicas del país, porque creían fanáticamente que contravenían la fe islámica, que no permite la reproducción de ídolos. En otras palabras, era una prueba más de la irracionalidad de los humanos y de los males que causan las religiones cuando son intolerantes con otras creencias. Pero no solo las religiones, pues también hay ideologías que concebidas de forma dogmática pueden producir los mismos disparates. A mi juicio, haber construido los monumentos del Valle de los Caídos es fruto de una mente megalómana, muy semejante a la que poseían los faraones de Egipto. Dicha idea la expuso Franco con motivo del primer desfile de la Victoria en el año 1940, a fin de erigir un monumento en homenaje a los que habían perdido su vida luchando contra la República y probablemente con la idea enfermiza de ser enterrado también él mismo allí. Ahora bien, a pesar de este origen espurio, la obra faraónica está ahí y, como es lógico, hay gente a la que le gusta y gente a la que no, pero sea lo que sea merece la pena ir a verlo para comprender mejor lo que fue el régimen de Franco y la persona que gobernó España durante casi cuatro décadas.
Sea como fuere, no se puede aceptar el deseo paranoico de imitar a los talibanes y querer destruir este conjunto monumental, según se desprende de una proposición de ley presentada por IU, en la que se exige, además de la exhumación de los restos de Franco y de que se atiendan otras reivindicaciones utópicas, la demolición de los elementos «incompatibles con un Estado democrático». Por supuesto, yo estoy a favor desde hace muchos años de que los restos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera sean trasladados a sepulturas privadas, porque no tiene ningún sentido que permanezcan en una sede perteneciente a Patrimonio Nacional. Se trata de dos políticos que todavía poseen la capacidad de dividir y movilizar a una parte de españoles.
Ahora bien, esto es mucho más grave si pensamos que el próximo 6 de diciembre celebraremos el 40 aniversario de nuestra Constitución, sin la cual nada es hoy posible, aunque deba adecuarse lógicamente a los tiempos. Por ello celebrar este aniversario manteniendo a Franco y a José Antonio en las tumbas de la Basílica menor de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, es una aberración democrática, como se desprende de las palabras que pronunció el Rey Juan Carlos I, en el discurso ante las Cortes el 27 de diciembre de 1978 con motivo de la proclamación de la Constitución: «Si los españoles sin excepción sabemos sacrificar lo que sea preciso de nuestras opiniones para armonizarlas con las de los otros; si acertamos a combinar el ejercicio de nuestros derechos con los derechos que a los demás corresponde ejercer; si postergamos nuestros egoísmos y personalismos a la consecución del bien común, conseguiremos desterrar para siempre las divergencias irreconciliables, el rencor, el odio y la violencia, y lograremos una España unida en sus deseos de paz y de armonía». De ahí que mantener politizado un monumento que recuerda una estúpida Guerra Civil que todavía separa a los españoles, va en contra curiosamente de estas palabras del Rey Juan Carlos en el momento en que entraba en vigencia nuestra Constitución. Por eso conviene traer a colación la recomendación que formula el historiador norteamericano David Armitage en su reciente obra Las guerras civiles, cuando aconseja que lo más conveniente para superar las mismas radica en procurar olvidarlas lo más pronto posible.
Por eso, en lo que respecta a nuestro caso, es totalmente necio cambiar los nombres de calles, varias en recuerdo de personajes franquistas que pocos saben quiénes fueron y, en cambio, mantener, entre los varios culpables de uno y otro signo de la Guerra Civil española de 1936-39, a los dos políticos más significativos de la Dictadura enterrados en un monumento que es más visitado que el Monasterio de El Escorial. Además, hay que dejar bien claro, a pesar de lo que se escribe y se oye en estos días, que el Valle de los Caídos fue construido por Franco, como ya he dicho, para ser enterrado en su Basílica. Los que tenemos ya una cierta edad lo comprobamos desde nuestra infancia, pues entonces eran muy pocos españoles los que dudaban que Franco descansaría allí. No es cierto, como dicen también otros, que la decisión de su inhumación en la Basílica fuese del Rey Juan Carlos. La decisión estaba tomada de antemano y basta comprobarlo, si se lee la carta que el Rey envió al abad mitrado de la Basílica, hermano de un catedrático de Derecho Político colega y amigo mío, el día 22 de noviembre de 1975, encareciéndole a que entierren a Franco «en el Sepulcro destinado al efecto, sito en el Presbiterio entre el Altar Mayor y el Coro de la Basílica». En efecto, cualquiera que visitó el Valle de los Caídos antes de morir Franco, se quedaría perplejo al comprobar que había una gran lápida en blanco situada cerca del altar, que según las reglas del Derecho Canónico ocupaba un emplazamiento preferente destinado a papas o príncipes de la Iglesia, empero el hecho es que se destinaba a alguien que no llevaba sotana. ¿Para quién sería? Creo que no hace falta contestar.
Fue evidentemente una decisión política tomada por el propio dictador en vida y, por tanto, no era necesario ni el permiso de la familia ni tampoco ninguna resolución judicial, salvo el acuerdo de la Iglesia, que ya lo tenía. Por consiguiente, ante una decisión de clara naturaleza política, tomada en un régimen dictatorial, no tiene ninguna transcendencia que se oponga ahora la familia de Franco a su exhumación, pues a lo único que tienen derecho es a que se le entreguen los restos y ellos dispongan dónde los deben enterrar. En consecuencia, la decisión que va a ejecutar el Gobierno de Pedro Sánchez fue tomada ya democráticamente por el Congreso de los Diputados el 11 de mayo de 2017. Por tanto, el único requisito que se necesita es el acuerdo de la Iglesia, aunque se supone que ya lo tienen. Por lo demás, este caso es evidente que no tiene nada que ver con la exhumación del cadáver del general Sanjurjo, que ha sido rechazada por una autoridad judicial, pues sus dimensiones y circunstancias son completamente diferentes. En definitiva, hay que dejar de lado esa discutible Ley de Memoria Histórica que, como diría el citado David Armitage, en lugar de hacer olvidar una Guerra Civil, con atrocidades en los dos bandos, están empeñados en mantenerla viva unos y otros, sin que con ello se niegue que haya que reparar lo que se pueda reparar si se está todavía a tiempo, especialmente en lo que se refiere a la represión franquista.
DE AHÍ que cuando vamos a celebrar el 40 aniversario de la Constitución, podría ser una solución para fortalecer la integración de todos los pueblos de España y congelar el separatismo, que el Gobierno sometiese nuevamente a referéndum en toda España la Constitución de 1978, para demostrar que una gran mayoría de españoles, incluidos los de Cataluña y el País Vasco, siguen pensando que nuestra Norma Suprema, con las modificaciones necesarias en el Título VIII para ponerla al día, sería la mejor garantía para asegurar la convivencia y un futuro en paz, rechazando esos objetivos separatistas, demenciales y trasnochados, en un país plural y que forma parte de la Europa democrática.
Vistas así las cosas, resulta imprescindible devolver a sus familias, en un acto meramente privado, los restos del general Franco y de José Antonio, para hacer del conjunto monumental del Valle de los Caídos un centro de homenaje a las víctimas de ambas partes en la Guerra Civil, convirtiéndolo en un lugar de reconciliación. Tal vez la mejor resolución sería que se mantuviese la Basílica, custodiada por la orden de los Benedictinos, salvo que se quiera instalar un Museo de la Transición, que sirviera de recuerdo para los españoles del futuro y que les demostrara que es dentro de la democracia en dónde se deben resolver los conflictos, siempre de manera pacífica. Porque sería triste reconocer que la única lección que nos depara la Historia es que nunca aprendemos de ella. Pero, en cualquier caso, no quiero desperdiciar la ocasión, cuando estamos especulando sobre el futuro del Valle de los Caídos, para manifestar que en el año 1973 un grupo de jóvenes constitucionalistas de izquierdas, es decir, un profesor como yo, que acababa de obtener la cátedra, junto con cuatro de sus discípulos, después todos también catedráticos prestigiosos, mantuvimos durante varios días, espaciados en seis meses, reuniones en la tranquila y acogedora Hospedería del Valle para debatir la forma de evitar que España volviese a las andadas, ofreciendo una interpretación de las Leyes Fundamentales que permitiese pasar de «la ley franquista a la ley democrática», sin solución de continuidad y de forma pacífica. El fruto de esos trabajos se publicó en un libro, a finales de mayo de 1973, inspirando a un hombre que, junto con la valentía del Rey Juan Carlos y la habilidad de Adolfo Suárez, ofreció la fórmula mágica para evitar que España desembocase en un callejón violento sin salida: Torcuato Fernández-Miranda. En la Nota preliminar de esa obra, escribí las siguientes palabras: «Se trata, así, de ofrecer un sistema coherente de normas para un periodo de ‘armisticio’ y que se extenderá durante los primeros momentos en que se cumplan las tan repetidas ‘previsiones sucesorias’. Es necesario, en consecuencia, un periodo de Transición pacífica en el que los españoles aprendan a dialogar».