LIBERTAD DIGITAL 01/06/17
PABLO PLANAS
· Los nacionalistas no son mayoría, no obedecen a órdenes populares ni mucho menos democráticas.
El nacionalismo está obsesionado con la narrativa, empecinado en el relato, en el matiz, el tono y el trazo de la fábula. Los abogados del Estado no tienen nada que hacer frente a la historiografía catalanista. Es una batalla perdida. La potencia mediática del separatismo no sólo es una cuestión de volumen sino de sumisa aceptación de que el concepto España es el enemigo del concreto Cataluña en las guerras de Els Segadors (1640), Sucesión (1714) y Civil (1939). Ha calado la manipulación de presentar esos conflictos como la evidencia de una tensión nacional no resuelta. Se prescinde del detalle de que ninguna de esas guerras era de España contra Cataluña o al revés, y de que en todas aquellas batallas hubo catalanes en los dos bandos, porque ser catalán no era la encarnación étnica y lingüística de un destino en lo universal, sino un accidente geográfico en un territorio que jamás fue un ente soberano.
Con un fondo muy endeble, el catalanismo ha elaborado un guión que tiene un predicamento absoluto en Cataluña, cierta implantación en el resto de España y una credibilidad ínfima en el extranjero. De ahí que el gran contratiempo del procés haya sido que sólo la Liga Norte o los Verdaderos Finlandeses hayan aceptado retratarse con el minister catalán de Exteriores, el consejero regional Raül Romeva. Nadie con dos dedos de frente y una mínima agenda internacional se ha dignado a recibir a la delegación separata, ya fuera encabezada por Artur Mas o por el tridente Puigdemont-Junqueras-Romeva. Y eso a pesar de los denodados esfuerzos de Margallo por convertir el principado en Gibraltar.
El presidente de la Generalidad acaba de enviar una carta a la Comisión de Venecia para solicitar su mediación. Se queja de que el Estado no se rinde y reporta que ha ofrecido a Rajoy negociar la pregunta y fecha del referéndum sin éxito, que el presidente español es un marmolillo y el Reino de España, una dictadura otomana. No es previsible que prospere el intento porque no consta que tal comisión se creara para avalar los golpes de Estado, sino todo lo contrario.
Una hipotética negativa a reconocer la querella nacionalista no será óbice para que el separatismo persista en su empeño. La razón penúltima de los impulsores del proceso es la cantinela de que todo esto es fruto del «mandato democrático de las urnas en las elecciones del 27 de septiembre de 2015 y de las resoluciones parlamentarias», que suena ya a lo de Caudillo de España por la gracia de Dios y la gloria del Movimiento. Como parece que hay que recordar cada vez que se escribe del proceso, los partidos separatistas obtuvieron menos votos que los no separatistas, pero más escaños gracias a una ley electoral que otorga más valor a un voto de Vallfogona del Ripollés que a otro de Badalona u Hospitalet.
Los nacionalistas no son mayoría, no obedecen a órdenes populares ni mucho menos democráticas. Quienes con más denuedo promueven la independencia son los mismos que se lo llevaban crudo del Palau de la Música, los del tres por ciento para el partido y el diezmo de los Pujol, los del desprecio al charnego, los de la inmersión lingüística. Los mismos que han mandado en las últimas décadas, en la mayoría de los casos hijos y nietos de los jerarcas del franquismo en la región y a quienes no se les cae de la boca el insulto de «franquistas» para los demás. Quieren matar al padre asesinando a la madre. Y echarle la culpa al servicio. Purria, chusma.