Ignacio Camacho-ABC
- A quién creería la opinión pública en un debate técnico sobre el concierto? ¿A Borrell o a Montero?
En una democracia verdaderamente deliberativa, como lo fue la española durante la Transición (y hasta la transición, con minúscula, hacia el actual molde de superficial ‘bullshit’ populista), un dirigente sensato y documentado como Josep Borrell podría debatir sobre el concierto catalán en un plató de televisión con algún miembro del Gobierno. Con María Jesús Montero no, porque los pesos pesados no pelean con los ligeros, pero sí al menos con algún economista del entorno del Ejecutivo capaz de hablar con cierta solvencia de financiación territorial, igualdad fiscal y federalismo. Un José Luis Escrivá, un Manuel de la Rocha, alguien con formación y dialéctica suficiente para defender el acuerdo recién suscrito sin recurrir al laboratorio de consignas que suele nutrir el sucinto argumentario de la mayoría de los políticos. Pero ese diálogo sereno y profundo, tan necesario, no es posible ni siquiera en el Congreso de los Diputados, que sería su sitio natural, el ámbito genuino de la discusión entre partidos; lo habrá cuando no haya más remedio pero sin ningún resultado efectivo, reducido al habitual intercambio de simplezas, reproches y gritos en que ha devenido nuestro otrora brillante parlamentarismo. Más triste aún es que tampoco pueda tener lugar en el seno del propio socialismo, donde el liderazgo plebiscitario de Sánchez ha laminado cualquier atisbo crítico.
Hablo de Borrell y no de la oposición porque ésta tiene la obligación de combatir al poder y eso la sitúa ante la opinión pública en un lógico marco prejuicioso. El todavía jefe de la diplomacia europea, sin embargo, ha sido ministro sanchista y nadie puede cuestionar su pensamiento de izquierdas. Tampoco encaja en el cliché de la vieja guardia felipista, tan detestada por la nueva militancia, y además es catalán y se enfrentó con más firmeza que el actual presidente a la insurrección de independencia. Ese vestigio del «pasado», bien reciente por cierto, desdeñado por la titular de Hacienda representa con legitimidad plena al constitucionalismo socialdemócrata que provoca mala conciencia a quienes se han aliado con un separatismo de xenofobia irredenta, y demuestra autonomía de criterio para decir lo que piensa sin miedo a «hacerle el juego a la derecha». Su oposición a la soberanía fiscal catalana, que ya sufrió en memorable intervención televisada Oriol Junqueras, es documentada, rigurosa, contundente, seria; sabe de lo que habla y no está dispuesto a retorcer su razón ni a refutar sus propias ideas como esos portavoces acostumbrados a doblar el espinazo en humillantes piruetas. Su voz sonará en el vacío de todas maneras; aquel PSOE en cuyo comité federal el Gobierno se sometía durante días enteros a la controversia interna se ha vuelto impermeable a todo tipo de disidencia. Y la política en general es ya sólo una máquina de frases huecas sin otra función que la de encubrir decisiones secretas.